Leer las novelas de Víctor del Árbol es sumergirse en un mar de emociones que siempre remueve por dentro. Al pensar en sus historias, es fácil imaginarse al lector, lápiz en mano, destacando aquel pensamiento, aquella reacción o alguna que otra reflexión. Lo he pensado muchas veces. Y soy consciente ahora de que ocurre lo mismo cuando conversas con él, cuando lo escuchas hablar. Con la cadencia que caracteriza su discurso, va dejando caer perlas aquí y allá, axiomas que el oyente va grabando en su mente. Más aún cuando se trata de su última novela, El hijo del padre, de la que es fácil encontrar a una legión de lectores rendida ante una historia dura, compleja, pero muy real.
La familia Martín. La familia Patriota. Una casa. Un pueblo extremeño. Una verdad.
Hablamos de su última novela. Hablamos con Víctor del Árbol.
Víctor A.- No te puedo explicar una génesis cronológica o lógica. Funciono mucho por intuición. Cuando una historia comienza a darme vueltas en la cabeza, tarde o temprano termina por salir. En realidad, esta novela es el resultado de las anteriores. El germen de El hijo del padre ya aparece en Un millón de gotas o en La tristeza del samurái. La relación entre el padre y el hijo, esa relación que tenemos con la memoria, todo eso ya lo he ido tocando de alguna manera en otras novelas. Creo que había llegado el momento de enfrentarme a mi propia historia, sin literatura.
M.G.- ¿A tu propia historia?
V.A.- Sí. Al protagonista, a Diego Martín, le he prestado muchos recuerdos, muchas imágenes. No soy Diego, pero contando esta historia me he dado cuenta de que he contado la mía propia, mi propia infancia, mi propio pasado, la relación conflictiva con mi padre, el hecho de ser charnego, de venir de una familia de Extremadura, pero crecer en esa Barcelona de aluvión. De alguna manera, todo lo que me ha configurado como hombre está plasmado en esta novela, con mucha calma y sosiego. Además, la pandemia me ayudó mucho.
M.G.- ¿A reflexionar?
V.A.- Sí, y a escribir de una manera más íntima. Creo que eso se nota mucho en El hijo del padre, si la comparamos con otras novelas. Me ayudó a escribir una historia despojada de artificio aunque, como novela que es, tiene que tener una serie de recursos técnicos. Mira, si lo pienso, te podría decir que la génesis de esta historia está en el hecho de que yo ya sé quién soy. Me he convertido en un hombre, que está en paz con su pasado, con sus fantasmas, y que no tiene que arreglar cuentas con nadie. Desde ese punto de vista, con esa tranquilidad, he podido escribir una crónica ficcionada de todos los fantasmas que a mí me han alimentado desde que empecé a escribir en 2005, El peso de los muertos.
M.G.- Armar la novela no ha tenido que ser fácil. Aquí hay muchos personajes que cuentan su historia, algunos con su propia voz, hay muchos escenarios, hay muchos tiempos. ¿Esta novela nació con la idea de ser algo más sencillo y se fue complicando a medida que escribías?
V.A.- No. Era plenamente consciente de cómo la iba a escribir, de las voces, de los tiempos,... Por el hecho de escribir con mano firme y segura, sabía que no iba a improvisar. Tenía clarísimo que quería ser generoso en esta novela, generoso con el lector, generoso con mi verdad, con mi subjetividad, como persona y como escritor. Quería escribir una novela americana, una novela generacional, una saga, esas novelas que a mí me apasionan porque son generosas en los temas, en las voces, como Las uvas de la ira de John Steinbeck. Quería escribir una novela que hiciera una instantánea de una época y ser lo más generoso posible. Esta novela está muy pensada.
M.G.- Como debe estarlo también el inicio. Colocas a Diego delante del lector, y el personaje empieza a hablar. Pasadas esa página, al lector lo inunda un aluvión de preguntas.
V.A.- Esta novela va sobre la verdad, cómo la construimos, para qué sirve, cómo la manipulamos. Quería demostrarle al lector que siempre tenemos la tendencia a juzgar sin conocer. Todas las personas lo hacemos. Es algo muy humano el juzgarnos a nosotros mismos, pero también juzgar a los demás. Yo sabía que con la confesión de Diego en la primera página, en la primera línea, lo íbamos a juzgar inmediatamente. El lector se iba a posicionar. Pero cuando él dice que esta es la verdad pero que ni siquiera es la parte fundamental de la verdad, lo que te estoy diciendo es que tengas paciencia porque te voy a enseñar la otra cara de la moneda, y solo entonces podrás realmente juzgar a Diego.
M.G.- En la nota de prensa se habla de thriller pero, sinceramente, bajo mi punto de vista, esta novela no encaja en la concepción clásica de thriller.
V.A.- No, no,... Lo he dicho varias veces y lo repetiré siempre. A mí me gusta hablar del género Víctor del Árbol. Quien me haya leído ya sabe lo que significa y quien no, pues ya lo descubrirá cuando lo haga. No es ni mejor ni peor que cualquier otro género, pero sí que tiene la ventaja de no tener etiqueta. Es solo una voz, un universo recurrente donde entras o no entras.
M.G.- Has mencionado la expresión «saga familiar». En esta novela encontramos frases tremendas sobre las familias. Por ejemplo, «quererse, perdonarse, olvidar, eso es lo que hacen las familias»" o lo que le dice Octavio a Diego, «a la familia se le perdona». ¿A la familia siempre se le perdona todo, Víctor?
V.A.- Es el pacto secreto que hacemos con los nuestros. Ese vínculo de la sangre que todo lo guarda en el universo cerrado de la familia. Somos una unidad frente a los demás. Es el mundo contra nosotros y nosotros contra el mundo. ¿Qué pasa cuando alguien decide romper ese pacto? ¿Qué pasa cuando alguien decide hacer saltar por los aires los secretos familiares y enfrentarse al patriarca? Ocurre que la familia te expulsa, reniega de ti. O tú acabas renegando de la familia, que es un poco lo que le termina pasando a Diego.
A medida que va avanzando la novela, Diego me da mucha pena. Es una persona totalmente desclasada, desarraigada. No encaja en el mundo que él se ha construido, pero tampoco tiene raíces porque él mismo ha decidido apartarse de su familia.
V.A.- Sí, pero para entender de donde viene esa violencia, he utilizado al narrador omnisciente que te lo explica. Tenemos dos puntos de vista. Por un lado, tenemos a Diego Martín que nos cuenta lo que él ha vivido desde su óptica. Por otro lado, está ese narrador omnisciente que lo conoce todo y que le da al lector información de la que el protagonista carece.
A Diego Martín le cuesta más entender de dónde viene la violencia de su padre y de su madre porque él no conoce toda la historia pero nosotros, sí. El lector sí sabe de dónde viene el padre. Sabemos la infancia que tuvo en la Casa Grande y la relación que tuvo con su padre, que estuvo en la División Azul. Por todo eso, sabemos que esa violencia tiene un origen familiar, que es como una maldición, porque no son capaces de relacionarse con el mundo de otra manera. La violencia de los Martín nace del miedo. Cuando nos sentimos perros acorralados, siempre mordemos. Eso es lo que hizo el abuelo, el padre y, de alguna manera, es lo que también hace el hijo. El gran error de Diego Martín es entender las relaciones con el mundo como conflicto. En vez de tratar de entender, Diego lucha, intenta imponerse para sobrevivir. Es lo que le han enseñado. Está equivocado porque no sabe quién era su abuelo ni su padre. Nosotros, los lectores, sí lo sabemos. Por eso, a medida que va avanzando la novela, cada vez juzgamos menos a Diego, al padre, al abuelo. Empezamos a entender la verdad, esa polifonía de sonidos que alcanza su clímax en las últimas diez páginas.
M.G.- Y en esas últimas diez páginas, en la última más concretamente, conoceremos el nombre del padre porque, en ningún momento previo se nombra. ¿Por qué?
V.A.- Siempre tengo muy claro a los personajes, antes de empezar a escribir. Sin embargo, en este caso, no me atrevía a ponerle nombre al padre. Había probado varios, pero ninguno me funcionaba. Así que lo dejé. Pensé que en algún momento ese nombre aparecería y sí que aparece, pero lo hace en la última página, y como última palabra de la novela. Eso fue muy revelador porque para mí, el padre de Diego es como una sombra, que se va moldeando poco a poco. Al lector le pasa lo mismo. El padre se va configurando poco a poco en su mente, en su imaginación, lo va corporizando, a medida que vamos teniendo más y más información sobre el personaje. Al final, ese nombre solo se revela cuando nos ponemos en paz con él, cuando podemos nombrarlo. Hasta el final de la novela, Diego no consigue aceptar la realidad de su padre, y eso significa reconocer que él ha hecho un constructo de su identidad sobre una mentira, sobre una excusa, que le ha permitido esa épica de hombre hecho a sí mismo. Nadie se hace a sí mismo. Todos venimos de algún lugar, y hay que aceptar la herencia que nos ha tocado, la buena y la mala.
M.G.- Pero hablando de personajes-sombra, no podemos dejar atrás a ese tío Joaquín, el anarquista de la familia Martín, que marca el destino de todos los personajes.
V.A.- Así es. El tío Joaquín es el inicio del conflicto de la familia Patriota y la familia Martín. Entre ellos nace un odio que se va a ir perpetuando de generación en generación, hasta perder su origen. Sin embargo, ese odio sí alcanza al propio Diego Martín. El tío abuelo Joaquín es esa memoria dolorosa de la que nos cuesta hablar. Como tenemos esa tendencia a juzgar que antes te comentaba, solo sabemos juzgar en bandos, en los buenos o en los malos. Claro, unos son buenos o malos en función del lado en el que nosotros estamos. Pero las ideologías importan muy poco en la novela. En realidad, Joaquín tiene muy poco de anarquista. No es más que un crío de dieciséis años, un jornalero que ha aprendido a leer, que se ha tragado sin saber digerir un montón de libros que no entiende. Al final, todo se reduce a una cuestión de miseria. Hay una minoría privilegiada, los señoritos, que son los dueños del cortijo, de la Casa Grande; y hay una familia humilde, de jornaleros, que trabajan para ellos y que son sistemáticamente humillados, vejados y esclavizados. En ese núcleo lo que hay es rencor, puro y duro.
Las grandes historias, los grandes conflictos, sobre todo en los pueblos, siempre se explican a través de las pequeñas historias intrafamiliares. Ya no se trata de si uno es de derechas o de izquierdas, porque las ideologías no están nada claras. Lo que ocurre es que hay gente que defiende una serie de privilegios heredados y otra gente que quiere alcanzar la dignidad, otra forma de vivir. Los que tienen los privilegios luchan a muerte por defenderlos. Y los que quieren esos privilegios luchan a muerte por alcanzarlos. Ese tipo de odio se vuelve inmortal.
V.A.- Todos somos lobos con piel de cordero.
M.G.- ¿Todos?
V.A.- Todos, todos,... En un momento dado, todos podemos mutar de piel fácilmente. Lo que me interesa de la identidad es que da igual lo que hayas hecho porque tú no eres lo que has hecho. Ni siquiera eres lo que te ha pasado. Tú eres tú. Eres una identidad que se construye. La memoria o el pasado no tienen sentido porque no se pueden cambiar. Se puede entender o aceptar, pero no tiene sentido revisitarlo para reinventarlo porque lo que pasó, pasó, y no volverá. ¿Por qué tenemos constantemente esa necesidad de regresar al pasado para justificarnos en el presente? A veces, el pasado solo nos sirve para eludir nuestra propia responsabilidad.
M.G.- Víctor tenía por aquí apuntado preguntarte por qué Extremadura, por qué ese pueblo. Casi que me has contestado al comentarme antes que tu familia es extremeña.
V.A.- Mi familia es de Almendralejo. En la novela, el pueblo se llama el Pueblo, con mayúscula, a modo de Macondo. Es un reflejo no literal de Almendralejo porque he querido crear un universo donde pudiera caber también la ficción. Pero sí, Tierra de Barros es la tierra de mi abuelo paterno. De ahí vienen mis raíces.
M.G.- Y en ese pueblo hay una casa, Casa Grande, que pertenece primeramente a la familia Patriota y luego pasará a mano de los Martín. Esa casa es un símbolo.
V.A.- Es un símbolo, sí. Al final, terminas entendiendo por qué el padre le deja en herencia esa casa precisamente al primogénito, al que no quiere saber nada del pasado. En realidad, lo que le está dejando en herencia es la memoria. Es decir, le está diciendo que no puede huir de lo fue, y que tiene que aprender a aceptarlo. La Casa Grande es ese baúl que toda la familia Martín lleva a cuesta.
Por otro lado, me parece muy triste que un hombre, como el padre, que ha sufrido lo indecible en esa casa, construye su vida sobre el rencor. Se pone como objetivo comprar esa casa algún día, y destruirla. Y es que, a veces, uno elige muy mal sus proyectos de vida. El padre es un personaje triste, que reina sobre las ruinas de la memoria, del recuerdo.
M.G.- La novela funciona como retrato de la vida en los pueblos, y como retrato de la Historia del siglo XX. La horquilla temporal es muy amplia, y con muchos hitos históricos.
V.A.- Se aborda toda la Historia de España. Por hacer como un resumen, creo que esta es la historia de un reencuentro entre Diego Martín y el fantasma de su padre. A través de los recuerdos de Diego Martín, lo que estamos haciendo es revisitar toda la historia de esa saga familiar y, al mismo tiempo, ver en qué momento de esa historia tan convulsa de este país, encaja esa escena familiar, y ver cómo marca a la gente normal y corriente. Porque la familia Martín no son actores políticos ni militares. En realidad, son apolíticos, pero la historia los envuelve, los arrastra y los zarandea una y otra, y otra, y otra vez. Ellos no pueden hacer más que surfear, mantenerse a flote. Diego es el único que, de algún modo, ha sido capaz de sobreponerse a la historia, de salir de esa miseria heredada para convertirse en un hombre, hecho y derecho, pero inacabado porque no es capaz de ponerse en paz con su pasado.
M.G.- Me han gustado muchísimo todas esas referencias pictóricas que abundan en la novela. No es algo muy habitual.
V.A.- Adoro la pintura. Es la instantánea de un momento o de un paisaje. Pero, además, lo que me parece más importante es la mirada del pintor. Un paisaje o un retrato no es más que un estado de ánimo que el pintor transmite. Pero en la novela, en función del cuadro que el protagonista va viendo, puedes acceder a su estado de ánimo también.
Lo que me gusta mucho de Diego Martín es que, siendo un hombre que viene de una familia sin cultura, más allá de la popular, encuentra una manera de transcender en los libros, en la música, en la pintura. En eso, Diego y yo nos parecemos. A mí, la pintura, la música, la filosofía, la historia, el teatro,.. todo eso me ayudó a ampliar mi mundo, a salir de ese barrio de aluvión, de ese estigma familiar, para romper esa cadena y darme cuenta de que el mundo es mucho más bello, y que no es solo conflicto. De alguna manera quería hacer ese homenaje a la literatura que es mi gran pasión, pero también a la pintura.
M.G.- Sabes que la novela hay que leerla a pequeños sorbos porque erosiona la piel. Al menos es lo que me ha pasado a mí. Es una novela que duele. Con un novelón como este, ¿después qué?
V.A.- Yo también me lo he preguntado pero ahí está el desafío. Soy consciente de que he escrito una grandísima novela. No sé lo que van a decir los demás pero, en mi fuero interior, yo lo sé. El hijo del padre es un broche de oro a una temática muy recurrente en mis novelas anteriores, como son las relaciones paterno-filiales, la identidad, la memoria, la patria,... Creo que con esta novela he cerrado un círculo de diez años. Como persona, yo también lo necesitaba. Este es mi testamento en cuanto a ese periodo de novelas. A partir de aquí, toca seguir creciendo. Ya encontraré otros caminos, pero ¿sabes qué es lo que me mantiene como escritor? Es esa mirada de niño, esa mirada de observar y curiosear, de asombrarte por todo. Ahí está la clave.
M.G.- Víctor, tengo muchas más preguntas que hacerte pero el tiempo apremia. Gracias por esta novela. Gracias por este encuentro que, en estos tiempos, casi es un milagro. Y espero verte en la próxima.
V.A.- Gracias a ti.
Sinopsis: ¿Quién es Diego Martín? Ni siquiera él lo sabe. Un padre de familia, un esposo, un respetable profesor universitario. Uno de los hijos de la emigración de la España rural a la España industrial en los años sesenta. Alguien que se ha hecho a sí mismo renunciando a sus orígenes, a sus raíces. Y a la vez alguien incapaz de liberarse de ese pasado, de la sombra de su padre, del enfrentamiento ancestral entre la familia Patriota y la suya. Un hombre que se está convirtiendo en aquello que más odia.
El detonante es Martin Pearce, un seductor enfermero que cuida de su hermana Liria, ingresada desde hace años en un centro psiquiátrico. Martin, que de entrada parece un chico sensible, refinado y cautivado por la belleza, esconde otra cara que Diego descubrirá de la peor manera posible.
¿Qué hizo Martin Pearce para desatar a un Diego desconocido? ¿Qué ocurrió para que este rompiera con su familia y se enfrentara con todos ellos? Diego todavía recuerda ese pasado con la mirada del niño que fue y comprende que quizá ha llegado el momento de verlo con unos nuevos ojos.
¿Para qué necesitamos conocer la verdad sobre nosotros mismos si podemos escondernos en la mentira?