Concursante (2007), Buried (2010), Luces rojas (2012), Blackwood (2018) o El amor en su lugar (2021). Estos títulos son parte del trabajo que Rodrigo Cortés ha desarrollado como cineasta. Pero el director de origen gallego también escribe. Hace justo un año publicó, a través de Literatura Random House, segunda novela, Los años extraordinarios, en la que su protagonista, Jaime Fanjul recoge sus memorias. Tratar de definir esta novela es prácticamente imposible. Al menos, yo no soy capaz. Pero sí resulta mucho más fácil determinar el impacto que ha causado en los lectores. Basta con pasearse por el perfil de Cortés en Twitter para comprobar que, a pesar de ser una novela en la que ocurren hechos insólitos, tanto la trama como su protagonista ha enamorado a muchos lectores. Hace unas semanas, Rodrigo Cortés visitó Sevilla. Aquí, el resultado de nuestra conversación.
Rodrigo C.- No. Para mí es imposible concebir la cámara sin la pluma y la pluma sin la cámara. Lo que ocurre es que son lenguajes completamente distintos. El lenguaje cinematográfico es sucinto, económico, directo. La estructura se mucho más circular. Es el terreno de la acción, en el sentido de que el personaje se define a través de las decisiones que toma, y no a través de largos parlamentos introspectivos. Mientras que la literatura es el terreno de la evocación, de la resonancia, de la sensorialidad del propio lenguaje, que encierra en sí mismo su propio mensaje. El personaje se piensa y es más importante la mirada sobre las cosas que las cosas mismas. No es tan importante la trama como la reflexión sobre lo que sucede. Son terrenos distintos. La verdadera literatura es difícil de adaptar al cine. Pero, en mi caso personal, se complementan.
M.G.- En cualquier caso, aquello que queremos contar, ¿es más fácil en el plano audiovisual, por los recursos que se puedan utilizar, que en el plano literario?
R.C.- No, no. Para empezar, el plano audiovisual es más caro. Hacer una película mala es muy difícil, por mala que sea. Es mucho más fácil hacer una mala novela. Y los recursos son completamente distintos. Hasta me atrevería a decir que la literatura es más flexible en este sentido. El cine, por naturaleza, exige realismo. La imagen que se muestre, por surrealista que parezca, tiene que ser tangible y creíble porque, de otro modo, se desmorona el cuento. En cambio, en la literatura, y a través de la descripción, el cerebro te hace ese trabajo. Es como poner a comparar la escultura con la música, o la cocina con la arquitectura. Podemos hacerlo, por tener elementos comunes, pero son deportes distintos.
M.G.- Este libro se publicó en junio de 2021. Y sigues en promoción.
R.C.- Sí, porque, para sorpresa de todos, se convirtió en un éxito editorial para el que no estaba destinado. Es una novela muy literaria para la que me he dado toda la libertad del mundo. No responde a ninguna recomendación del mercado. No es una novela de auto-ayuda, ni es un thriller. Ni tampoco es una novela sobre los diarios de una abuela empoderada, de los años 30, que una nieta encuentra en el desván. El personaje no se esfuerza por ser querido. Y pese a todo esto, la novela alcanzó la tercera edición en dos semanas y sigue vendiéndose como al principio, lo cual es una sorpresa. El primer sorprendido soy yo y mi editor, el segundo.
M.G.- He visitado tu perfil de Twitter, leyendo las opiniones que te dejan los lectores. Hay algunos que dicen que es una novela para releer e incluso otra persona asegura que has inventado un nuevo género.
R.C.- (Ríe) No, no he inventado nada. Stricto sensu, no sé lo que he hecho. Hay novelas de mapa y novelas de brújula, pero esta es una novela de dados. Me sentaba cada día, tiraba los dados, y acogía el resultado con deportividad y seguía desde ahí, sin saber lo que iba a suceder. Es una novela divertida pero también es triste, honda y mema. Es una novela multitentacular. Sigue la técnica de apretar el polvorón, consiguiendo decir en el menor número de palabras posibles la mayor cantidad de resonancias. En cada frase cabe un párrafo, en cada párrafo cabe un capítulo, y en cada capítulo cabe una novela. No sé si eso define un género. Creo que esto forma parte más bien de una tradición que, sin comparar, tiene que ver con Quevedo y Cervantes, y que pasa por Cunqueiro, Valle-Inclán, Jardiel, Azcona, Mendoza o Cuerda. No, no creo que invente nada pero tampoco persigue de forma consciente ningún rastro ni fotocopia nada. Si la novela tiene alguna característica, precisamente por su falta de plan y propósito, es que es libérrima.
M.G.- Te has dejado llevar. Te sentabas a escribir y a lo que saliera.
R.C.- Bueno, no era tan sencillo como dejarse llevar. Se parece más al pico y a la pala porque, cuando uno se sienta cada día frente al teclado y no sabe lo que va a suceder, no cierra los ojos y se conecta con un autor muerto, sino que tiene que inventar algo. Pero es cierto que acogía cualquier idea o imagen que surgiera por irracional que fuera su origen.
M.G.- Leemos la sinopsis y encontramos que Salamanca tiene mar, que los coches funcionan con el pensamiento. Un montón de cosas que nos hacen pensar que has creado un mundo paralelo, un mundo alocado y esperpéntico.
R.C.- Sí, pero no es tan alocado porque hacen falta reglas precisas. Es nuestro siglo XX pero tomado por la vía de servicio. Si fuera una novela mágica lo sería a duras penas. Puedes inventar las reglas, puedes doblarlas o subvertirlas, pero tienen que existir. Es decir, puede haber coches impulsados por el pensamiento, pero hay que definir que son coches alemanes y que fuera de Alemania no funcionan muy bien porque la gente no piensa, y que, de vez en cuando, hay que llamar a un estudiante de filosofía para que te lo arranque. Puedes establecer diálogos entre los protagonistas y los fantasmas, pero tienes que dejar bien claro que los fantasmas solo se pueden ver por la izquierda o por el rabillo del ojo, y además solo puedes ver a los de tu propio país. Y en un momento dado, el protagonista entra a trabajar en un taller para estropear cosas pero tienes que definir que estropear no es romper porque romper lo hace cualquiera, pero estropear es llegar al sentido último de las cosas, a su sagrado meollo. El arte del estropeo está lleno de sutilezas. En fin, puedes inventar un mundo, pero ese mundo tiene que ser tangible, real y cerrado en sí mismo.
M.G.- Hay lectores de tu novela que dicen que han llorado pero también han reído muchísimo. Que un libro te haga reír es muy complicado, mucho más complicado que te haga llorar. En tu caso, ¿cómo has conseguido arrancar la carcajada al lector?
R.C.- No lo sé. No buscándolo. Tiene mucho que ver con la perspectiva, con mi forma de mirar el mundo, de interpretarlo. Por un lado, siempre se busco los contrastes porque tengo una especie de tendencia a la frustración de las expectativas. Por alguna razón me divierte generar una expectativa al inicio de párrafo y frustrarla al llegar al final. La novela es una constante saturnalia. Las reglas se invierten. De este modo, cuando la novela corre algún riesgo de parecer inteligente, procuro romper un vaso en algún momento. A la vez, también hay situaciones en las que la carcajada se congela, y llega un hachazo que la convierte en otra cosa.
M.G.- Ese mundo que tú construyes, y en el que todo puede ocurrir, queda un poco reflejado en la ilustración de la cubierta, que tanto me recuerda al Jardín de las Delicias.
R.C.- O a Lewis Carroll. De una manera casi inconsciente, esta novela es una reivindicación de la tontería. Yo quiero escribir tonterías toda mi vida. Quiero leer tonterías toda mi vida. De alguna manera, y una vez más sin compararme, las grandes obras de la literatura universal son enormes tonterías. La Odisea es una tontería tras otra, y el Quijote, y Alicia en el país de las maravillas. Nuestra idea infantil de la lectura es la de enfrentarnos a una enorme tontería que rompe todo tipo de reglas. Por supuesto, todo eso tiene luego resonancias y lecturas que no se buscan. En este sentido, huyo mucho de la alegoría directa, o del carácter simbólico de las cosas, o de la metáfora forzada para tratar de hablar de teóricas honduras. Precisamente, cuando la ficción se abraza a sí misma en toda su libertad es cuando se hace pervivente.
M.G.- No hemos hablado del germen de la novela, del porqué de esta historia.
R.C.- Es fácil de contestar. No lo sé. No tenía ningún propósito, ni plan, ni esquema. Cuando escribí la primera línea, ese «Nací el 18 de octubre de 1902» no sabía quién lo estaba diciendo, ni cómo era el personaje. Cuando escribí que algo sucedió antes de que el mar llegara a Salamanca fue cuando descubrí que el mar iba a llegar a Salamanca y que necesitaría un capítulo en el que ese manto gris golpearía el muro romano de la ciudad. Insisto, yo no sabía quién era Jaime, cómo iba a evolucionar o con quién se iba a encontrar.
Tal vez, por todo esto, escribí en riguroso secreto. Nadie sabía que lo estaba haciendo porque ni yo mismo estaba seguro de que tuviera sentido lo que estaba haciendo. Pero sí tenía la intuición de que debía llegar al final y entonces darme permiso para mirar atrás. Así que la respuesta a casi todas las preguntas que me hagas es: no lo sé.
M.G.- Todos los que leemos, todos los que escribís, tienen sus referencias. ¿Cuáles son las de Rodrigo Cortés?
R.C.- Millones. Irish Murdoch, Stephen King, Cervantes,... Soy totalmente omnívoro y muy desordenado. Yo empecé a leer robando libros de la biblioteca de mis padres. Me leí la Metamorfosis con nueve años porque en la solapa ponía que un señor se levantaba una mañana convertido en un insecto. También leí Viven con ocho años, que hice coincidir con los libros de Barco de Vapor. Mis lecturas siempre han sido muy desordenadas y desacomplejadas, y muy poco vinculadas con la actualidad. Estoy poco al día de lo que se hace. Aunque también leo novedades recién publicadas, un libro del año 52 es para mí tan contemporáneo con cualquier otro recién editado.
M.G.- Hablemos del protagonista, de Jaime Fanjul. ¿Cómo es? He escuchado a lectores decir que se han enamorado de él, y a una mínima parte no le gusta.
R.C.- Sí, hay lectores que se han enfadado con él. El otro día, en un club de lectura, una mujer estaba indignada con el personaje. Decía que era un exangüe, un ser insoportable, que le daba igual ocho que ochenta. Confieso que esperaba muchas más reacciones así. Jaime no se lo pone fácil al lector. Ni es un personaje simpático ni está diseñado para serlo. Pero también ha sido un personaje que ha sido acogido y adoptado por el lector, para mi sorpresa. Al igual que le ocurre a los personajes con los que se cruza, el lector lo ha perdonado. Ve en él mucho más de lo que él ve en sí mismo. El lector acoge sus defectos con mucha más indulgencia que él. Es un personaje muy difícil de definir.
M.G.- Jaime tiene mujer e hijos. ¿Cómo es su relación con ellos?
R.C.- A veces, muy irritante. Pero a la vez es un personaje que, por su naturaleza, es imposible de manipular. Jaime no responde a las vanidades habituales. Y no es porque sea más fuerte sino porque emplea una herramienta que no es emocional. La novela nunca es sentimental, nunca es maniquea, no encierra consejos o recomendaciones de ningún tipo, y jamás es ejemplar. Jaime puede hacer de todo. Forma parte de un grupo de anarquistas, habla de que sus mejores años son los pasó como terrorista, y de hecho comienza un párrafo diciendo que su primer atentado tuvo muy buenas críticas. Es un personaje indefinible e inaprensible, que te desarma con su naturaleza libre. Jamás pide que nadie lo acoja.
M.G.- Sé que has comentado en más de una entrevista que el personaje no tiene nada que ver contigo pero hay una frase en la novela que a mí me ha sonado muy autobiográfica. Dice así: «Lo que soy o he dejado de ser lo he sabido siempre por los demás». ¿Te sientes identificado con esta frase?
R.C.- Sí. Con esa frase, sí. La novela está escrita, por razones naturales y dada su ausencia de plan, en sentido puramente cronológico, con la excepción del epílogo, que es de donde procede esa frase.
Es verdad que contesto muy a menudo que no me parezco al personaje. De hecho, le hago tomar constantemente decisiones que yo no tomaría, para meterle a él en problemas y para meterme a mí en problemas como autor. Pero con el tiempo me he dado cuenta que eso te desnuda por acción y por omisión, porque al darle o quitarle una característica al personaje, acabas desnudándote también y descubro que se va pareciendo cada vez más a mí, conforme avanza más la novela. En cualquier caso, aunque no me siento identificado con él, sí me siento muy identificado con ese epílogo, que no escribí de forma cronológica. Era el inicio de uno de los capítulos de mitad del libro y, al cabo de un par de párrafos, me di cuenta que estaba escribiendo el epílogo.
M.G.- ¿Por qué crees que los lectores han vinculado tu novela con otras o con otros autores tan dispares? A cada uno le ha recordado un texto distinto.
R.C.- Creo que porque no se parece a casi nada pero tiene que ver con que yo acogía cualquier tipo de idea que me venía a la cabeza, por irracional que fuera. Eso significa que no solo conecta con posibles lecturas sino que puede conectar también con el niño de seis años que está viendo una película de aventuras sobre un relato de Kipling, antes de leer al propio autor, o con otras experiencias que se han vivido, o con otras reflexiones que se han hecho.
M.G.- Jaime Fanjul se pasea por buena parte del mundo. Vamos a encontrar ciudades reales pero también te has inventado alguna.
R.C.- En mi favor, o contra mí, diré que me las he inventado todas, incluso las reales. El cerebro de la ficción sirve para todo e irremediablemente todo es ficción. Para mí, Espuria es una ciudad tan real como Madrid. Esto no impide que unas y otras encierren sus propias verdades.
M.G.- ¿Hay alguna posibilidad de adaptar esta novela al cine?
R.C.- Diría que no, por varias razones. En primer lugar, porque la literatura pura no es muy adaptable al cine. Y con esto no quiero darle un carácter elitista a la novela. Las grandes obras de la literatura no se han adaptado bien. Se adapta mucho mejor el relato muy narrativo, de trama con sorpresa final, con personajes claros que dibujan actos inesperados. Pero además, sería muy difícil de adaptar presupuestariamente. Se cruza el siglo XX entero, varios continentes, y se narra desde el nacimiento hasta la senectud del personaje, lo cual exigiría cinco actores diferentes. Si alguna vez me planteara adaptar algo así, sería con las herramientas del cine mudo.
M.G.- ¿Y qué sentiste al finalizar la novela? ¿Te planteaste meterla en un cajón?
R.C.- No. Busqué editor. Después de quitar, deshacerte de cosas, pulir, peinar y sobrevolar el monstruo fue cuando empezó la labor de encontrar una casa y que no se viera como la ocurrencia de un director de cine que, una primavera decide que tiene una novelita que contar.
M.G.- Última pregunta. He estado mirando esas definiciones que haces en ABC, en la sección Verbolario. Hace poco definiste lectura como variedad introspectiva de la escalada. Algunas de esas definiciones son asumibles pero con esta me pierdo. ¿Me la explicas?
R.C.- No, no voy a hacer tal cosa (ríe). Es como explicar un chiste. Verbolario propone, en el mejor de los casos, un viaje mental alrededor de la manzana. A veces, el lector se detiene un segundo porque no le valen las herramientas, detiene un segundito el mundo, da una vueltita a la manzana y luego, llega a un punto o no. Lo que importa es dar esa vuelta. Muchas de las definiciones de Verbolario son hasta excluyentes o contradictorias entre sí. No buscan tener razón. Es un diccionario satírico que no busca definir las palabras sino desnudarlas.
M.G.- Rodrigo no te robo más tiempo. Un placer conocerte y conversar contigo.
R.C.- A ti.
Sinopsis: Los años extraordinarios recoge las memorias de Jaime Fanjul, nacido en Salamanca en 1902 en el seno de una familia burguesa apasionada por las serpientes, y nos propone un recorrido valleinclanesco por el siglo XX a través de sus recuerdos y viajes. No hay clave fundamental del siglo que esta prodigiosa novela no evoque: de la llegada del mar a Salamanca al breve auge de los coches impulsados por el pensamiento; de la terrible crueldad de las cárceles portuguesas a la guerra de los de Alicante contra España (y los holandeses contra el resto del mundo); de las hazañas del Miseno, barco submarino transitador de túneles, a las insólitas habilidades de los teósofos, capaces de levitar unos centímetros por encima de la silla; de la llegada —boca abajo— del hombre a la Luna al cambio de ubicación de la ciudad de París en 1940.
En Los años extraordinarios caben los niños con poderes antiguos, los esclavos que aterrorizan a sus amos, los fantasmas con ropa de sastre, las jovencitas de ochenta años, los judíos que cambian el tiempo, las peleas a puñetazo limpio con monjas bravas, los talleres de estropear cosas... Jaime Fanjul recorre el mundo contando lo mucho que le pasa y lo poco que aprende. Serio, observador, sin queja, rememora su camino con humor imprevisible y aliento poético.