Sigo enganchada a aquel El olvido que seremos. Y es que hay lecturas que marcan para toda la vida, que se te pegan a la piel, y ya no hay forma humana de desprenderte de ellas. Tengo muy vívidas las sensaciones que sentí al leer aquella novela, aquel invierno de club de lectura, en el que nos reuníamos un grupo copioso e interesante de lectores. Recuerdo lo que opinaron mis compañeros, tan impresionados como yo. Me recuerdo también buscando más información sobre aquel autor, Héctor Abad Faciolince, y sobre su padre, Héctor Abad Gómez. Empapándome de su vida, examinando las fotografías y los artículos que me arrojaba Internet. Recuerdo lo mucho que celebré cuando supe de la adaptación al cine, lo que me alegré al saber que Javier Cámara daría vida a ese doctor tan humanitario. Me recuerdo viendo la película. Que nada ni nadie me distrajera.
Al conocer que Héctor Abad Faciolince visitaría Sevilla para promocionar su último trabajo, Salvo mi corazón, todo está bien, y que me podría sentar a conversar con él, pensé que los diez años que llevo al frente de este espacio, dejándome guiar únicamente por lo que dicta mi corazón, haciéndolo lo mejor que puedo con los pocos recursos y conocimientos a mi alcance, dedicándole horas que no tengo, bien merecían la pena por encuentros como este. Así que, hace unas semanas, yo con mis nervios y él con el cansancio natural por estas lides, el milagro se fraguó. Aquí os dejo nuestra conversación.
Héctor A.F.- Sí, como los poetas usan el lenguaje de una manera muy condensada y eficaz, tienen que escoger muy bien las palabras. He usado versos de poetas muchas veces para los títulos. Cuando estoy escribiendo un libro, leo mucha poesía porque es un alimento maravilloso para la prosa y, a veces, leyendo poesía, encuentro el verso adecuado para titular el libro.
M.G.- En esta novela, usted cuenta, a través de la voz de un cura, la historia de otro que está a la espera de un trasplante de corazón. El narrador, Aurelio Sánchez. El que espera el trasplante es Luis Córdoba. Es un relato con visos de realidad porque usted conoció a estos dos personajes, a estas dos personas. ¿Por qué contar esta historia? En un momento de la novela se dice que la enfermedad de Luis es el origen de este relato.
H.A.F.- Sí. La novela es un trasplante de la realidad a la ficción. Conocí a Luis Alberto Álvarez, la persona real en la que se inspira el personaje de Luis Córdoba. Lo conocí en los años 70, en el siglo pasado, en un curso de cineclub sobre neorealismo italiano. Ni siquiera sabía que era cura porque no se vestía con sotana. Supe que era cura mucho tiempo después. Era un hombre que transmitía, que contagiaba un entusiasmo extraordinario por el cine, por la música, por el arte. Era un hombre lleno de vitalidad y de entusiasmo. Pero muchos años después, cuando éramos mucho más amigos y compartíamos grandes comidas, se enfermó del corazón. No podía seguir viviendo en la casa donde vivía porque tenía muchas escaleras y se fue a vivir a la casa de una mujer, madre de dos hijos, que acababa de ser abandonada por su marido. La situación de un sacerdote que entraba a vivir a una casa, y que ocupaba el lugar del padre de familia que se había ido, me pareció el símbolo de algo. ¿De qué? No lo sé, pero pensé en escribir esa historia.
Finalmente, en la pandemia, cuando todos parecíamos estar enfermos de algo que nos podía matar, como los enfermos del corazón, encontré el ambiente y la forma mental adecuada de la época, para escribir una historia de amenaza de muerte y de enfermedad.
M.G.- ¿Y por qué decidió cambiar los nombres?
H.A.F.- Porque no es una biografía de Luis Alberto Álvarez. Esta novela es lo que muchas personas me contaron sobre él, lo que yo recordaba de él. Muchas personas que hablaban de situaciones iguales me contaban historias distintas. Por un lado, confirmé algo que yo ya sabía, que la memoria es muy frágil y muy fabuladora, que uno, al recordar, involuntariamente inventa. Si dos personas cuentan lo mismo de dos maneras muy distintas, están inventando. No es que mientan, es que no se dan cuenta de que recuerdan de forma diferente. Eso por un lado. Y por otro, cuando el cura de la realidad se va a vivir a esa casa, con dos mujeres y tres niños, sin padre y sin esposo, y se cierra esa puerta, lo que ocurrió dentro de esa casa, yo no lo sé, ni nadie me lo pudo contar. En la novela, lo que pasó dentro de esa casa es algo que yo completo con mi imaginación. Por lo tanto, no tengo derecho a llamar esto de otra forma que no sea novela y por eso también, les tengo que cambiar los nombres a las personas involucradas.
M.G.- En cualquier caso, Luis Alberto Álvarez, al que llamaban el Gordo porque era una persona de constitución grande, no era un cura al uso. Por lo que se cuenta de él en la novela y por lo que se deduce del texto, no trataba de captar ni evangelizar, y prefería enseñar a través de sus pasiones, el cine y la literatura, antes que a través de las Sagradas Escrituras.
H.A.F.- Tengo entendido que en Sevilla también hubo un cura así.
M.G.- Sí, se menciona en la novela, Manuel Alcalá.
H.A.F.- De Alcalá oí hablar a un político, a un ministro de Felipe González, a Alfonso Guerra, quien decía que Alcalá tenía un cineclub y le había enseñado a ver cine.
Creo que ha habido curas así. Los mismos maestros de Luis Alberto en Roma eran hombres así, curas jesuitas muy abiertos a ese último arte, y a ese arte nuevo de la cinematografía, fascinados por él, que le abrieron los ojos. En el cine se conjugaban las artes del oído y de la vista.
Soy ateo pero reconozco que, dentro de la Iglesia, en la arquitectura de las catedrales, en la pintura religiosa, y en la música sacra, se han producido algunas de las obras de arte más maravillosas, más eternas, más inmortales de la historia del arte del ser humano. Entonces, asociar a estos curas con mi novela, con una novela sobre el cine y sobre todo, sobre la ópera, me parecía bien.
M.G.- Luis Alberto Álvarez o su personaje, Luis Córdoba, era crítico de cine. En la novela se incluyen algunas de sus críticas. Por ejemplo, Pulp Fiction no sale muy bien parada. ¿Esos textos corresponden con la realidad?
H.A.F.- Luis Alberto Álvarez tenía una página de cine, todos los domingos, en el periódico de mi ciudad. Al final de su vida, se publicaron dos tomos con sus críticas cinematográficas. Poco después de su muerte, yo mismo, siendo editor en la editorial de la Universidad de Antioquia, publiqué el tercer tomo de sus últimas críticas de cine. Los tres libros se llaman igual: Páginas de Cine 1, Páginas de Cine 2, Páginas de Cine 3. Cuando él habla de cine, cuando se refiere a algunas películas, muchas veces, y sin comillas, lo que la novela presenta como un diálogo ficticio, en realidad está tomado literalmente, o casi literalmente de las críticas que él escribía.
M.G.- Hay muchas referencias cinematográficas a lo largo de toda la novela. No sé si estas corresponden a las propias del autor, o a las de Luis Alberto Álvarez.
H.A.F.- En realidad, soy un escritor que sabe muy poquito. No sé nada de curas. No sé nada de ópera. Sé muy poquito de cine. Lo que sé de literatura se me ha olvidado. Lo que escribo lo hago con la ayuda de mis amigos. Por ejemplo, un amigo me contó que Álvarez organizó el único festival de cine infantil que hubo en Medellín, pero ese amigo no se acordaba de qué películas se proyectaron. Entonces, llamé a mi amigo Fernando Trueba y le conté que estaba escribiendo una novela en la que aparecía un festival de cine infantil, y le pedí que me dijera las diez películas que él consideraba que eran apropiadas para niños, y él me las dijo. Y, como no sé nada de ópera pero el escritor mexicano Jorge Volpi es un gran experto en ópera, hablé con él y me sugirió algunas partes de óperas que podían venir bien para la novela.
Mi ignorancia, que es muy grande, la puedo suplir con amigos mucho más cultos que yo, y eso queda mucho mejor que si usara mi propio cerebro. Me apoyo en otros.
M.G.- Al margen de Luis Córdoba y el narrador, hay un tercer personaje, Joaquín. Él es el exmarido de Teresa, la señora que acoge en su casa a Luis, una vez que está esperando el trasplante. Quizá me equivoque, Héctor, pero este Joaquín comparte ciertas similitudes con su propia vida. Joaquín también tiene un problema de corazón, como lo ha tenido usted, es ateo, su madre es creyente, su esposa era italiana. Hay ciertos paralelismos.
H.A.F.- Sí, hay cosas tomadas de mí y otras no. Soy bastante ridículo pero Joaquín es más ridículo que yo. Un personaje puede ser uno mismo mejorado o caricaturizado. En mis novelas, hay personajes que se parecen a mí pero que son mucho mejores que yo. Son más cultos, más inteligentes, más altos, más guapos, más agradables que yo pero, en este caso, Joaquín soy yo mismo pero empeorado, disminuido, más frívolo, más superficial, más tonto,... Soy yo pero empeorado.
M.G.- Este libro no solo retrata la historia del personaje, de Luis Córdoba, sino que la novela también sirve de vehículo para hablar de otros temas como la familia, la paternidad, la amistad, la lealtad, el amor,... Es decir, es una novela en la que se habla de muchos temas universales.
H.A.F.- Sí. No es algo que yo haya hecho de forma deliberada pero, cuando uno cuenta una historia, así no tenga una aproximación sociológica, ni teológica, ni quiera demostrar nada, inevitablemente, los temas acuciantes de la sociedad en la que uno vive terminan por aparecer.
Si la institución familiar está en crisis, si otros tipos de familias surgen y se proponen como alternativas válidas y respetables, aparecen en la novela. Sin querer demostrar nada, pero sabiendo que hay muchos curas que son homosexuales, pues es normal que también aparezcan. Si en Colombia hay una gran crisis de paternidad y responsabilidad, de padres ausentes, también aparece. Pero todo esto es involuntario. Es como si fuera el espíritu de los tiempos que, irremediablemente impregna las historias que uno escribe, aunque no se quiera.
Sin hacer sociología y sin tratar de demostrar nada, lo que quiero sencillamente es contar historias claras y simples, pero son historias que se contaminan de la realidad que yo vivo.
M.G.- El narrador también es cura y es homosexual, lo dice abiertamente. Hay un momento en el que él confiesa que entró en la iglesia como remedio para la concupiscencia. En ese momento pensé, ¿esto no es igual que los matrimonios en crisis que tienen hijos para arreglar sus problemas?
H.A.F.- Es algo que, aparentemente, está en la iglesia desde San Pablo. Hay un libro de una teóloga alemana que se llama Eunucos para el Reino de los Cielos, -creo que es una frase de San Pablo que aparece en una de sus epístolas-. Es una frase en la que la iglesia se basa tardíamente para establecer el celibato sacerdotal como algo obligatorio. Muchas vocaciones no son absolutamente sinceras por las ganas de ayudar al prójimo o de adorar a Dios sino que, en muchos casos, es para resolver un problema económico, para que en una familia haya menos bocas que alimentar, para que además el hijo reciba una buena educación en el seminario. Y ahí se meten, sin tener vocación religiosa. Y otros, sobre todo en el siglo pasado, cuando la homosexualidad estaba muy mal vista, cuando eran rechazados por las familias, y socialmente abominados y perseguidos, muchachos que sentían esas pulsiones y eran muy creyentes, vieron conveniente meterse a cura, refugiarse en los hábitos, recubrirse del prestigio del sacerdocio, ser casto, no ejercer su homosexualidad, y resolver ese dilema moral. Como teoría, como idea de sublimación y como propósito, es bonito pero en realidad, para muchos de ellos aquello era totalmente impracticable. Creo que ese es el origen de las muchas hipocresías que hay dentro de la Iglesia y de las muchas neurosis que el celibato obligatorio produce, ya sea en curas heterosexuales o curas homosexuales. Es una imposición tardía, que en el cristianismo primitivo no estaba, ni en el judaísmo, ni en las iglesias orientales, creencias que yo respeto. Si alguien quiere ser célibe me parece perfecto, como el que quiere ser soltero o vegetariano, el problema es cuando no es voluntario sino obligatorio para todos los que se metan en esta institución.
M.G.- ¿Está cambiando la Iglesia? El Papa actual se ha pronunciado en algunos asuntos delicados.
H.A.F.- Sí, la Iglesia quiere dar la impresión de ser una institución sólida e inmodificable, que no cambia a lo largo de la historia. Sin embargo, en mi propia historia me he dado cuenta de cómo ha cambiado la aproximación de la Iglesia con respecto a, por ejemplo, los suicidas. Ha aumentado la compasión de la Iglesia. Antes, el suicidio era totalmente abominable y el suicida era alguien que se condenaba automáticamente. Todavía hay pueblos africanos en los que el suicidio es castigado con la pena de muerte. En la Iglesia era castigado con el infierno inmediato. Era como una excomunión póstuma. No se les podía dar una misa, ni enterrar en camposanto. Pero se ha vuelto más compasiva con el suicida y con la familia que sobrevive al suicida.
Este Papa también ha desarrollado posturas más compasivas, que alimentan menos el sufrimiento humano. Cuando el Papa dice que él no es nadie para juzgar a los homosexuales, cuando él dice que conoce a algunos ateos que son mejores personas que muchos creyentes, aunque eso suene herético y abominable para los católicos, está contribuyendo a que haya una Iglesia menos despiadada, menos tolerante.
Los curas de mi novela, cuando aceptan familias distintas, compuestas por dos hombres, por dos mujeres, familias unidas por el amor y no se les juzga, están dando un paso todavía más adelante en una religión que, basada en el amor, debería ser muchísimo más abierta. No es que yo le pueda dar consejos a la Iglesia, no pertenezco a ella, pero me parece que cualquier acto humano que disminuya el sufrimiento es benéfico para la civilización y para la humanidad. Ojalá la Iglesia diera pasos así, a favor de la tolerancia, la apertura, y el respeto por cualquier manifestación amorosa.
M.G.- Estamos hablando de temas muy serios, de enfermedad, de muerte, pero también es una novela a la que no le falta el humor. Hay momentos en los que me lo he pasado muy bien.
H.A.F.- Menos mal, ¿cuándo te reíste?
M.G.- Pues en diversos momentos porque Luis Córdoba es un personaje peculiar y que sorprende.
H.A.F.- Sí, yo quería eso también. Él hacía reír porque era simpático e irónico. La tristeza, la preocupación, la enfermedad tienen que ir mezclados con el humor porque si no la vida se vuelve sin espesor y sin belleza.
M.G.- Como Luis Córdoba tiene un problema de corazón, en un momento dado usted profundiza mucho en la novela, sobre el funcionamiento de este órgano y sus patologías. Aporta muchos datos, con lo cual, creo que se habrá tenido que documentar bastante. Hasta tal punto que el narrador le dice al lector que si se quiere saltarse toda esa información es libre de hacerlo.
H.A.F.- Sí. Es algo que he hecho en muchas de mis novelas. Hay trozos en mis novelas que son digresiones, ampliaciones de algo. A mí me gustan particularmente. Sin embargo, sé que a algunos lectores no lo disfrutan porque quieren la narración pura y dura. Esas digresiones casi siempre son un poco más ensayísticas. Me gustan cuando las leo en otras novelas porque siempre me gusta aprender.
Para esta novela, me documenté bastante. Leí muchos libros y no exactamente de cardiología, pero sí de divulgación científica sobre el corazón porque mi protagonista tenía una insuficiencia cardíaca y porque yo mismo tenía un problema cardíaco. Estaba muy obsesionado con ese órgano, tan importante que está en la mitad del pecho. Quería entender su funcionamiento. Pensé que algunos de mis lectores podían estar interesados, aunque fuera por mera curiosidad, en saber cómo funciona ese músculo y esa bomba que nos mantiene vivos. Para mí es muy interesante pero si tengo a una lectora o a un lector que solamente le interesa la trama, pues entonces le permito que se lo salte.
M.G.- Me parece muy curioso cómo titula los capítulos, empleando letras del abecedario -A, B, C,-. ¿A qué se debe?
H.A.F.- Hay un motivo secreto. En el capítulo A, el nombre del tema fundamental y secreto de ese capítulo empieza por A. En el capítulo B, igual... Y así. En la Ñ y en la X, las letras forman parte de la palabra importante del capítulo. Quise hacerlo así, como una especie de acertijo para que los profesores se diviertan buscando esa palabra. (Ríe)
M.G.- Mientras escribía esta novela, y como ha comentado, usted sufrió problemas de corazón, al igual que el protagonista. Pero esta escritura también le ha debido de reportar emociones más bonitas porque, si no me equivoco, parte de la novela la escribió en la misma habitación que se escribió Cien años de soledad.
H.A.F.- En la misma habitación, no, porque Cien años de soledad se escribió en una habitación del piso de abajo de esa casa, donde me dieron una beca. Es un cuartito muy pequeño, al que García Márquez le decía la Cueva de la Mafia. En cambio a mí me dieron la habitación más grande de la casa, que fue el dormitorio donde él y Mercedes dormían, que además tenía baño propio. Yo tenía una habitación muy buena y muy luminosa, que miraba a un patio con mucha luz. Estaba muy bien.
García Márquez creía en los fantasmas. Cuando quiso comprar una casa en Cartagena de Indias no fue capaz de comprar ninguna vieja porque decía que esas casas estaban llenas de fantasmas. Él era muy miedoso y muy supersticioso. Pero yo no creo en nada de eso y, sin embargo, cuando residía en la casa en la que me dieron la beca, supersticiosamente pensaba que allí sí estaba el fantasma de García Márquez, pero porque había un perro que no hacía más que ladrar y yo pensaba que él se había reencarnado en ese perro. Cuando en mi novela ladra un perro, en mi mente es el fantasma de García Márquez, protestando por mi indigna presencia.
M.G.- (Risas) Como última pregunta. Siempre pregunto a los autores el porqué de una novela concreta pero nunca les he preguntado por qué escriben, en general. Creo que es una buena pregunta para usted. ¿Por qué escribe Héctor Abad Faciolince?
H.A.F.- A los trece años resolví que quería dedicar mi vida a lo que más me gustaba, el mundo de la lectura y de los libros. Pensé que el horizonte más probable de ese deseo era el fracaso porque la mayoría de los escritores que hay, somos escritores fracasados. Yo también he sido un escritor fracasado en muchos periodos de mi vida. Pero siempre pensé que me dedicaría a los libros. Así que, lo primero que hice, estando estudiando en la universidad, fue escribir reseñas de libros. Al salir de la universidad, empecé a traducir libros. Después fui editor de libros y así fue como edité el último libro del Gordo. Luego fui librero, un fracaso porque no sirvo para el comercio. Después volví a ser otra vez editor y luego, bibliotecario. También fundé con mi esposa una pequeña editorial. Mientras todo esto ocurre, decido ser lector de libros y, cuando soy capaz, escritor. A veces, fracaso. A veces, no. Pero esa es la vida con la que siempre soñé. Si nunca hubiera editado y escrito libros que se leyeran, si nunca me hubieran invitado a Sevilla para presentar un libro -algo con lo que ni soñaba-, tenía claro que por lo menos iba a hacer algo relacionado con ese mundo. Estar al lado de los libros es un sueño cumplido
M.G.- A veces, los sueños se cumplen, Héctor. Y aquí está usted, en Sevilla, para presentar esta novela, Salvo mi corazón, todo está bien. Le agradezco muchísimo que me haya atendido.
H.A.F.- Un placer.
Salvo mi corazón, todo está bien es la historia de un sacerdote bondadoso —inspirado en un cura real— que pone a prueba sus creencias y su optimismo inquebrantable en un mundo hostil. Su crisis existencial, en medio de personajes llenos de ganas de vivir, nos muestra una visión del matrimonio como una fortaleza sitiada: los que están dentro quieren salir, y los que están fuera quieren entrar.