Autora
Nacida en Hungría, Edith Eger era una adolescente cuando en 1944 padeció uno de los peores horrores que ha visto la historia de la humanidad. Sobrevivió a Auschwitz y huyó a Checoslovaquia para acabar finalmente en Estados Unidos. Allí se doctoró en Psicología y conoció a su mentor, Viktor Frankl, quien le mostró la necesidad de superar su trauma para alcanzar la felicidad. Es profesora en la Universidad de California y tiene su propia clínica en La Jolla, California. Fue la encargada de dar el discurso de homenaje a Viktor Frankl en su noventa aniversario, durante la celebración de la Conferencia Internacional de Logopedia. Su primer libro, La bailarina de Auschwitz, fue un bestseller internacional.
Sinopsis
La cárcel está en tu mente.
La llave, en tu mano.
Edith Eger, conocida como la bailarina de Auschwitz, nos describe cuáles son las 12 prisiones mentales en las que nos recluimos tras un episodio traumático, como el victimismo, la evasión, el abandono, la culpa o la vergüenza.
A lo largo de 12 breves capítulos, nos revela la sabiduría y los consejos prácticos fruto de su larga experiencia atendiendo pacientes en su consulta. A partir del sufrimiento ajeno y con el ejemplo siempre presente del largo proceso que la llevó a ella misma hasta la sanación tras escapar del Holocausto, la doctora Eger ofrece herramientas prácticas y profundas reflexiones sobre cómo vivir en libertad, cómo trascender el dolor y cómo sanar las heridas, por profundas que sean. En resumen, cómo escapar de nuestras propias prisiones mentales para disfrutar de la vida.
Los consejos de Edith Eger, superviviente de Auschwitz, para ser feliz.
El género de autoayuda no suele estar entre mis preferencias. Sin embargo, alguna vez sí me he acercado a libros de este tipo, donde he encontrado reflexiones muy interesantes. Por este espacio han pasado títulos escritos por psicólogos, terapeutas y coaches, en los que se pueden encontrar claves para enfrentarnos a nuestro día a día, y superar algún bache emocional. Lo que más me atrajo del libro que os traigo hoy fue la palabra Auschwitz. Es un imán para mí. A pesar de los horrores que allí ocurrieron, no dejo de sentir interés por todos los testimonios y todos los sucesos que tuvieron lugar en aquel punto geográfico del planeta, del que tanto se ha escrito. Es un término que ya apareció en el libro previo de Edith Eger, La bailarina de Auschwitz. Pero a esa palabra, se unía otra: superviviente. Eger llegó al campo de exterminio en 1944 y consiguió salvar la vida. Tras la liberación del campo huyó a Checoslovaquia y posteriormente a Estados Unidos, donde estableció su residencia. Me pareció que, si bien hay gente con una gran formación que puede ayudar a otro ser humano, la experiencia de esta mujer la coloca en un pedestal a la hora de dar consejos sobre la forma de enfrentarnos a la vida y a las dificultades. Ella misma lo comenta en las primeras páginas del libro. Además, también es doctora en psicología, y llega ejerciendo muchísimos años en su propia clínica. ¡Y ojo, que tiene 92 años!
«Cada instante en Auschwitz fue un infierno. También fue mi mejor clase. Bajo el yugo de la pérdida, la tortura, la inanición y la amenaza constante de la muerte, descubrí mecanismos de supervivencia y la libertad que sigo usando cada día en mi práctica de psicología clínica, así como en mi vida privada». [pág. 12]
En Auschwitz no había prozac, Eger narra en las primeras páginas cómo terminó siendo deportada al campo de concentración. El hecho de que fuera húngara y judía ya le complicó la existencia desde bien joven, pero su futuro se oscureció por completo cuando fue detenida junto a su familia. A sus padres los gasearon nada más llegar a Auschwitz, mientras que ella tuvo que bailar delante de Josef Mengele. Por suerte, siempre tuvo en mente una frase que su madre le dijo antes de que las separaran: «Nadie te puede quitar lo que tienes en la mente». Ahora que está tan de moda tatuarse frases inspiradoras, esta podría ser una buena candidata.
Este volumen está estructurado en doce capítulos. Se trata de «un manual práctico para ayudarnos a identificar nuestras cárceles mentales y crear las herramientas que necesitamos para liberarnos», porque son esas cárceles que construimos nosotros mismos, y en las que nos encerramos, las que nos conducen al sufrimiento. Y cada uno de ellos se centra en una cárcel concreta: victimismo, evasión, abandono, secretos, culpa y vergüenza, dolor no resuelto, rigidez, resentimiento, miedo paralizante, prejuicio, impotencia e incapacidad para perdonar. Al final de cada uno de los capítulos hace un resumen de las claves más importantes para superar el problema en cuestión.
Edger nos explica sus teorías con ejemplos. Nos habla de sus pacientes, de la problemática con la que se presentan en su consulta. Algunas historias son absolutamente terribles. Los que acuden a la consulta de esta doctora, como es obvio, no tienen una vida idílica. Son hombres y mujeres que vienen de familias desestructuradas, que han convivido con el alcoholismo, las drogas o los abusos sexuales, que están enfermos, o han tenido una infancia terrible. Pero también nos habla de sí misma, de lo que ella tuvo que soportar en Auschwitz, de las secuelas que su traumática experiencia le dejó y de cómo todo aquello que vivió repercutió en su entorno. La autora confiesa que durante décadas fue prisionera de su propio pasado. Siendo psicóloga y dedicándose a ayudar a los demás, era imprescindible que ella se curara de sus propias heridas, antes de ponerse a ayudar a los demás.
Hay capítulos que me han gustado especialmente, ayudándome a enfocar mi día a día desde otro ángulo y a hacerme preguntas desde otro lugar. Por ejemplo, cuando se centra en el victimismo, Edger nos explica que el ser humano trata de encontrar culpables fuera de sí mismo, y suele lamentarse, preguntándose ¿por qué a mí? Estoy segura de que todos nos hemos hecho esta pregunta alguna vez. Sin embargo, ella nos propone otro interrogante, sustituir esa pregunta por ¿Y ahora qué? Porque no podemos elegir lo que nos pasa, pero sí está en nuestras manos elegir la manera de enfrentarnos a nuestros problemas. La dificultad está ahí, no la puedes obviar. No pierdas tiempo preguntándote por qué te ha ocurrido lo que sea, sino qué puedes hacer a partir de ese momento.
«...podemos reconocer esa cosa terrible que está sucediendo y encontrar la mejor manera de convivir con ella». [pág. 38]
Esta frase no puede ser más idónea para los tiempos en los que vivimos, con esa pandemia que nos tiene agotados y desesperanzados.
Otro capítulo que me ha gustado muchísimo es el que titula «La cárcel de la evasión». Me parece que lo que se explica en estas páginas puede ser muy útil para los que seáis padres porque «cuando privamos a nuestros hijos del sufrimiento, los anulamos». Y también resultan especialmente interesante los consejos que nos da la autora cuando tenemos a alguien que sufre en nuestro entorno.¿No os pasa que a veces lo estáis pasando mal, y viene alguien, con buenísima intención, y trata de animaros a toda costa, cuando tú lo único que deseas es estar triste? A mí me pasa. Y es que creo que nos equivocamos. Nuestro afán por ayudar a veces es muy contraproducente.
«Es más inteligente no intentar convencer a los demás para que dejen de sentirse como se sienten, o intentar animarlos. Es mejor dejarles sentirse como se sientan y hacerles compañía, decirles: Cuéntame más». [pág.44]
Hay que aceptar los sentimientos propios y los de los demás, sean los que sean, y dar espacio y libertad para sentir como queramos.
¿Y qué decir del autoabandono? Cuando nos entregamos tanto a los demás que nos olvidamos de nosotros mismos. ¿O de los secretos? Esos que todos tenemos y que pueden arruinar una relación. Porque, «cuando una relación se tuerce, no es culpa de una sola persona. Ambas partes están haciendo cosas para mantener la distancia y echar leña al fuego». ¿O del dolor no resuelto? Un capítulo muy importante que nos ayuda a enfrentarnos a la pérdida de un ser querido sin atormentarnos por lo que no llegamos a hacer, o sin encerrarnos interiormente, condenándonos al aislamiento y a la tristeza perenne.
«A veces, al reírnos demasiado podemos sentirnos como si estuviéramos traicionando a los muertos, como si les estuviéramos abandonando por divertirnos demasiado, como si los olvidáramos por ser felices». [pág. 115]
No dejamos de torturarnos. Creo que este es el capítulo que más me ha gustado, o el que más me ha ayudado. Es un capítulo doloroso, porque habla de la muerte y la pérdida, pero también es muy esperanzador. Os diré que, mientras lo leía, llevaba puesta una bata que le regalé a mi madre unas semanas antes de fallecer. Apenas la usó. Es una bata muy vistosa y alegre. La lectura de este capítulo me hizo acariciar la bata, sonreír y sentirme reconfortada.
Y siguen los capítulos, y las reflexiones, y los consejos, y los tips para cambiar nuestro chip y enfrentarnos a los problemas desde otro ángulo. Sinceramente, creo que es uno de los libros de autoayuda que más me han ayudado, valga la redundancia. Me ha enseñado a hacerme otro tipo de preguntas, a gestionar la culpa, a entender que el miedo me impide avanzar y crecer, a no decirme nunca más «No puedo». A lo largo de toda la lectura, no he dejado de apuntar frase, pensamientos, reflexiones... No acostumbro a subrayar los libros ni a colocar post-it de colores, pero de haberlo hecho, el volumen estaría totalmente marcado.En Auschwitz no había prozac es un libro para releer y mantener cerca.
Sin necesidad de tener que leerlo en orden, creo que es un libro realmente útil, que esconde la sabiduría de una mujer que pasó por la más terrible de las experiencias y supo aprender del horror vivido. Por eso, más allá de que tengáis fe o no en los libros de autoayuda, En Auschwitz no había prozac es otro nivel, y me gustaría recomendároslo.
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