Autor
Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975) es autor de las novelas Biblia apócrifa de Aracia (2010), El tesoro de la isla (2015) y El verano del Endocrino (2018), de cinco colecciones de relatos –Cortometrajes (2004), El círculo de Viena (2005), Cuaderno escolar (2009), Palabras menores (2011) y Perder el tiempo (2016)– y de dos libros de poemas, Cicerone (2014) y Aire de familia (2016). Dos veces finalista del premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España, en 2005 y 2009, ha colaborado en numerosas obras colectivas, entre ellas Relatos relámpago (2007) y Por favor, sea breve 2 (2009). Entre 2015 y 2019 fue presidente de la Asociación de Escritores Extremeños.
Sinopsis
"Todo comenzó el día en que me dio por ladrarle a la Bulldog". Así comienza El síndrome de Diógenes, el relato en primera persona de un cínico contemporáneo, un tipo extravagante que, en la mitad del camino de la vida, emprende una cruzada contra lo que llama la perniciosa secta de las señoras con el bolso bajo el brazo, dejándose llevar por un instinto cada vez más canino que le hará sufrir un rechazo social creciente, lo empujará a los márgenes de la ciudad y lo acabará alejando sin vuelta atrás de sus congéneres. Escrita en diálogo con La metamorfosis de Kafka y el Lazarillo de Tormes, y con las doctrinas clásicas de los venerables Antístenes, Crates o Diógenes de Sinope como ecos de fondo, esta brillante y ácida nouvelle de Juan Ramón Santos propone todo un ejercicio de cinismo, una historia de resistencia en tiempos de crisis. La historia de un inadaptado que escapa a ladridos de un entorno que lo oprime para ir poco a poco encontrando acomodo, construyendo su personal refugio frente a la intemperie, un lugar donde nadie le haga sombra, donde nadie le niegue, con su mera presencia, la luz del sol.
Con toques de relato negro y grandes dosis de ingenio, Juan Ramón Santos plantea una deliciosa sátira donde rinde homenaje a la escuela helenística.
Ayer, preparando el resumen mensual, empecé a darle vueltas al libro del que os hablo hoy. Me intrigaban las referencias a La metamorfosis de Kafka y al Lazarillo de Tormes, que se mencionan en la sinopsis. Me pareció una combinación curiosa para una novela de ochenta y ocho páginas, que recientemente se ha alzado con XXXIX Premio de Narración Corta Felipe Trigo. La abrí sin más, leí las primeras líneas y ya no pude parar.
El síndrome de Diógenes narra las peripecias de un protagonista que, un día sin más, se revela.¿Contra quién? A priori contra «esas señoras menudas, recogidas, de armas tomar, que tanta fatiga suelen dar al peluquero, que nunca están contentas con el corte o el peinado y no tienen reparo en cantarle las cuarenta delante de la clientela, a esas que se cuelan en la pescadería sin que se les pueda decir nada, porque siempre andan con prisas y responden con muy malos modos, a esas que, en definitiva, tan nocivas resultan para el resto de la humanidad y a las que siempre he considerado, por su aura negra, por su actitud beligerante, por su lengua venenosa, como uno de los seres más peligrosos de la creación».¿Y en qué consiste es rebeldía? La idea es sorprender a la señora en cuestión, la que sea, la primera que surja en el camino, y que corresponda a la descripción anterior. Hay que pillarla en solitario, desprevenida, en algún lugar aislado, donde el ataque del protagonista no pueda ser repelido por viandantes que acuden a socorrer a la señora. Pero claro,nuestro narrador, un profesor de bachillerato, divorciado y padre de un adolescente, forma parte del sistema -al menos, hasta ahora-, de una sociedad que impone estrictas reglas morales y de educación. Aun así, no puede refrenar su impulso por más tiempo. Cuando un día se le cruza la Bulldog, una mujer «recién jubilada después de haber trabajado durante décadas en la comisaría, en la oficina en la que se tramitan el pasaporte y el carné de identidad, donde siempre había destacado por su mal carácter, por la forma despreciable y prepotente en que trataba al público», se produce el ataque. Sin más, e imbuido por un deseo irrefrenable se lanza a ladrar, de forma desaforada, a la señora que se aferra a su bolso, como si fuera su tabla de salvación. A partir de ese momento, la emprenderá con toda Bulldog que se cruce en su camino. Pero claro, una gamberrada así, en una ciudad como Pomares, «pequeña y anodina», no puede pasar inadvertida. Las consecuencias pronto se harán notar. A nuestro protagonista, su comportamiento lo conducirá por unos derroteros intrincados, bajando cada vez más hacia los infiernos, viviendo situaciones rocambolescas, que lo llevarán a la ruina más absoluta, enfrentándose a la falsedad, el egoísmo y la hipocresía del ser humano. La solución está en la palabra y la esperanza.
«Aquel arranque canino me había devuelto de golpe la euforia de otros tiempos, de aquellos años de estudiante, y quise descubrir en él, en la estupenda ocurrencia de ladrar a las señoras, el elixir de la eterna juventud, el tónico para seguir sintiéndome vivo». [pág. 16]
Me ha encantado El síndrome de Diógenes. He disfrutado de cada una de sus páginas, acompañando a un protagonista con el que me he sentido identificada en algún momento. ¿Quién no ha sentido ganas de ladrar alguna vez? Ladrar, en sentido literal o metafórico. ¿Quién no se ha topado alguna vez con una Bulldog, literal o metafórica? Y es que todos vivimos metidos en cintura, anhelando la idea de actuar sin ataduras, tratando de alcanzar una «inconmensurable libertad, la de no estar sujeto a normas ni a prescripciones morales, la de poder expresarme sin tapujos, la de dar rienda suelta, sin reparos, a mis más ocultas y hasta hacia poco inconfesables pasiones». El texto, sin necesidad de recurrir a una división estructural clásica, cuenta con dos partes claramente diferenciadas. La primera concluye en un punto de inflexión, que dibuja un antes y un después en la vida del protagonista. Esta parte de la historia es divertidísima, hasta llegar a la carcajada en un momento dado. Son unos primeros capítulos que se leen con una sonrisa en los labios, imaginando las alocadas y disparatas escenas que protagonizará el narrador de la historia. Por otro lado, un segundo bloque se centra en las consecuencias de sus actos, ahondando en la naturaleza animal y en las relaciones que se forjan entre canes y humanos.
«Lo primero que noté fue que, incluso atendiéndolos sin entusiasmo y sin excesivo cuidado, pues mi único interés era mantenerme alejado del grupo, ellos me recompensaban siempre con una profunda mirada de agradecimiento, y que las pocas veces que los acariciaba -pues al principio me daba asco y miedo, por si me pegaban pulgas o garrapatas-, sentía, incluso en los ejemplares más rudos, un leve estremecimiento, un tierno ablandarse de la piel al contacto con mi mano, y me asombraba que, siendo mis movimientos tan absolutamente mecánicos y desapasionados, pudieran producir en ellos tanto placer» [pág. 33]
Y ahí no acabará la cosa, porque el protagonista descubrirá otro mundo, soterrado en el extrarradio de la ciudad, del que mejor no desvelo nada.
Vuelvo a repetir, me ha gustado mucho El síndrome de Diogénes (por cierto, echad un ojo a esa fábula antes de leer esta novela corta, si no la conocéis). Sobrevuela sobre todo el texto esas cuestiones existenciales que a todos nos atenazan en algún momento de la vida. Una cierta crisis de identidad, la sensación de una vida que se nos escurre entre las manos, la necesidad de recuperar lo perdido, aquella esplendida juventud, donde no estábamos atados a tantos convencionalismos sociales, cuando desafiábamos al mundo, disfrutando de lo inesperado, de la locura, de lo espontáneo. Y sí que es cierto, como dice la sinopsis, que el relato tiene ese toque kafkiano o algo de El Lazarillo de Tormes. No obstante, en algún momento puntual, la lectura me ha recordado a ese día de furia que vivió Michael Douglas en 1993, o la historia protagonizada por Ricardo Darín en Relatos Salvajes (2014).
Escrito en primera persona, con una narración rica en adjetivos, que adornan los hechos de manera precisa y elegante, nos enfrentamos a un estilo caracterizado por un fraseo extenso, frases concatenadas por medio de una sucesión de subordinadas que construyen largos párrafos. Aun así, el texto tiene una cadencia agradable, que se amolda a un ritmo regular y sosegado de lectura.
Con un personaje divertido y cínico, dueño de un sentido del humor ácido y corrosivo, por el que el lector también sentirá cierta compasión, El síndrome de Diógenes es un derroche de humor e ingenio, que nos permitirá reflexionar sobre la condición humana, a través de una sátira inteligente y muy meritoria.
En resumen, ochenta y ocho páginas. Un grato rato de lectura. Y el recuerdo de un buen libro para toda la vida.