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LAS VOCES DE ADRIANA de Elvira Navarro

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Editorial: Random House
Fecha publicación: abril, 2022
Precio: 17,90 €
Género: narrativa
Nº Páginas: 144
Encuadernación: Tapa blanda con solapas
ISBN: 9788439738213
[Disponible en eBook;
puedes empezar a leer aquí]

Autora

Elvira Navarro (1978) ha publicado los libros La ciudad en invierno (CdT, 2007), La ciudad feliz (RH, 2009) y Los últimos días de Adelaida García Morales (RH, 2016). Con La trabajadora (RH, 2014), novela pionera en narrar la descomposición del sujeto actual como consecuencia de los cambios sociales y económicos ocasionados por la crisis, se convirtió en una de las voces de referencia de la literatura contemporánea en español. Galardonada con el Premio Jaén de Novela o el Premio Andalucía de la Crítica, en 2010 formó parte de la lista de los veintidós mejores narradores en lengua española menores de treinta y cinco años de la revista Granta. Su anterior libro, La isla de los conejos (RH, 2019), fue nominado al National Book Award de literatura extranjera en 2021. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, sueco, italiano, japonés, serbio, coreano y turco.

Sinopsis

¿Cómo se reordena el mundo tras una muerte? ¿Cuánto hay en toda existencia de reparación de quienes la precedieron? ¿Qué voces nos habitan?

Adriana, la protagonista de esta historia, afronta varios duelos mientras cuida de su padre enfermo. También se ha convertido en una voraz espectadora de la vida de los demás gracias a las redes sociales y en una tímida consumidora de experiencias amorosas a través de una app de citas, pero eso solo acentúa su sensación de estancamiento. El miedo a romper con inercias que han perdido el sentido a menudo proviene de los fantasmas del pasado, y el suyo acaba irrumpiendo ferozmente a través de una casa que una vez encarnó el universo entero y de una abuela y una madre que cuentan unos hechos trágicos.

Elvira Navarro ofrece al lector su mejor obra con esta novela en tres movimientos sobre la memoria, la lealtad hacia los mandatos de los ancestros, el carácter cada vez más espectral de nuestro presente y la muerte. También sobre lo que nos queda cuando los seres que amamos ya no nos acompañan. El resultado es un libro extraordinario, conmovedor y audaz.

[Información tomada directamente del ejemplar]

La primera vez que leí a Elvira Navarro fue con su anterior libro. En 2019 publicó La isla de los conejos, un volumen de relatos que supuso una lectura valiente (puedes leer la reseña aquí) y, a su paso por Sevilla, nos sentamos a conversar (entrevista aquí). La autora nacida en Huelva regresa ahora con una novela llena de emociones universales, estructurada en tres tiempos, que nos habla de la memoria, del duelo, del amor, de las relaciones entre padres e hijos, y del rol del cuidador. Os cuento

Adriana es una joven de su tiempo. Podrías ser tú perfectamente, o tu hermana, o una amiga. Se quedó huérfana de madre cuando tenía treinta años. Su madre falleció, como se suele decir hoy día para ser sutiles, de una larga enfermedad. Desde aquel momento, y una vez pasado el trance, la vida siguió su curso. Ella continuó con la suya. Su padre hizo lo propio. Pero, empezada ya la historia, descubrimos que al padre le ha dado un ictus. El día del suceso estaba solo en casa. Se pasó más de veinticuatro horas tirado en el suelo de la vivienda, con un brasero eléctrico encendido que casi provoca un incendio. Aquel percance le dejó secuelas, por lo que tuvo que pasar un tiempo en el hospital. Después terminó de recuperarse en un geriátrico, donde no se sentía nada cómodo. Recuperada la movilidad del hemisferio corporal que el ictus le dejó paralizado, el hombre vuelve a su casa de siempre, cargado de recomendaciones médicas. Y con nueva compañía. Vilma, una mujer ecuatoriana será la encargada de cuidarlo, mientras la hija retoma su vida en otra ciudad.

Pero el padre de Adriana es un hombre que aún se siente joven (o que quiere sentirse joven) y, habiendo superado el percance, se lanza a la carrera del amor. En estos tiempos de hiperconectividad, hay múltiples herramientas para encontrar compañía, así que lo veremos tener diferentes encuentros con mujeres a los que la hija asiste como testigo mudo. Serán varias las señoras que entren y salgan en su vida, pero ninguna le durará mucho. Solo una de ellas, Martina, será más permanente. Pero, ¿qué se esconde detrás de ese desfile de citas?

Amores del padre. Amores de amigos. Amores de conocidos. Amores propios. A Adriana le irán llegando historias amorosas de un lado y de otro, que le servirán como alimento para escribir sus propios relatos. Y es que, esta novela no es una sino dos. Al margen de los hechos que se recogen y que corresponden al presente, el lector encontrará en cursiva pequeñas historias, aquellas que Adriana compone a modo de sortilegio.


«Adriana había empezado a escribir estas historias como una Sherezade luchando contra Señora Muerte, poco después de que su madre falleciera y justo un día en el que, tras agacharse a por un garbanzo, vio cómo el armario del fregadero se balanceaba antes de sentir que también de las baldosas emergía un movimiento de ola, de borrachera inmensa». [pág. 45]


Y, mientras todo esto ocurre, Adriana se encargará de vigilar de cerca a su padre, de atenderlo, de estar alerta. Analizar la situación en la que vive, arrastrando la muerte de su madre, y viendo cómo su padre se encamina a una vejez inmediata, la conduce a los recuerdos. Entre las páginas de este libro, el lector se adentrará en ese mundo de remembranzas que componen nuestro mapa más personal e íntimo. Habrá tiempo para recordar a la madre ausente, pero también a la abuela, en un espacio sobre el que Adriana guarda un recuerdo dulce y que la marcó para siempre. 

Muerte, duelo, amor, recuerdos,... Y voces, porque a lo largo de esta novela Adriana escuchará la de sus antepasados, la de la madre y la de la abuela, en un diálogo infinito.

Esto es, a muy grandes rasgos, lo que el lector puede encontrar en Las voces de Adriana.

Qué me ha gustado de la novela

Releo mis notas y comprendo lo realista que es la situación de Adriana. La protagonista de esta novela tiene esa edad crítica en la que los hijos se convierten en padres. Y no lo digo porque tengan, a su vez, sus propios hijos, sino porque se convierten en cuidadores de sus progenitores, cuando estos han alcanzado ya esa edad en la que empiezan a no valerse por sí mismos. ¡Qué difícil es ser madre de un padre! Porque a un niño lo manejas. Al adulto no hay quien lo doblegue. Adriana debe asumir el rol de cuidadora de un hombre que, toda su vida, fue autosuficiente, sin que nadie tuviera que decidir por él. Sin embargo ahora, tras el ictus y con los años que se le vienen encima, hay otras personas que disponen por él, que dicen lo que debe o no debe hacer. Y él se resiste a dar su brazo a torcer.


«Su padre se negaba a andar y se fumaba casi dos cajetillas de rubio al día. Quizá le estaba pidiendo que ella fuera la becaria de su muerte y en eso residía ser una buena hija: en permitir que se matara con la nicotina y sin levantarse de su butaca. Al fin y al cabo, el deseo de que mejorase, de que durara muchos años y recuperase las piernas, era de ella. No quería quedarse sin padre porque eso significaba la desaparición de su familia». [pág. 13]


Partiendo de este punto inicial, de esa nueva faceta que Adriana tiene que asumir, me fui encontrando un relato en el que, a cada pocas páginas, me veía reflejada. Todas esas emociones que invaden a Adriana al ver a su padre mayor son tan universales que difícilmente no te verás identificado. Me gusta la literatura que me muestra a personajes que viven experiencias como las mías, que sienten lo mismo que palpita en mi corazón, o que razonan tan equivocadamente como lo hago yo. Porque los hijos, al ver a los padres impedidos, sentimos que eso no nos pasará jamás a nosotros, que a nosotros no nos morderá una vejez tan incapacitante como la que sufren nuestros padres, que nosotros jamás acabaremos en un asilo. En cierto modo, veo a Adriana pensar así cuando contempla a su padre. Y sé que se equivoca. Como nos equivocamos los demás.

Las voces de Adriana nos habla del paso del tiempo, de la muerte de una madre, de la vejez de un padre. Es una novela que te hace reflexionar, y no solo desde la perspectiva de Adriana, que ve la senectud desde fuera, sino desde el punto de vista del padre que la sufre. ¿Cómo será mi propia vejez? ¿Alcanzaré esa edad en la que ya no podré valerme por mí misma? ¿Cómo será el lugar en el que vaya echando días fuera? El padre de Adriana, en su breve paso por el geriátrico para recuperarse del ictus, hace un retrato de esos lugares donde la muerte campa a sus anchas. La imagen que describe es espeluznante pero también dolorosamente creíble. ¿En qué lugar nos deja este párrafo a los hijos?


«Pero en el geriátrico su alegría se había resentido. Convivir con viejos ensimismados, casi muertos, a veces atrapados en movimientos espasmódicos o en algún lugar del pasado, era un golpe demasiado duro. No se reconocía en ellos. No podía hablar con nadie que no tuviera un pie en la tumba,... ». [pág. 17]


Pero, de esta novela, me ha gustado especialmente la figura del padre, por el que he sentido un cariño infinito. Me ha conmovido ver a ese hombre que quedó viudo y que acaba de sufrir un ictus, tratar de aferrarse a la vida. Huye de la vejez y de la soledad, y saca lo mejor de sí mismo, el entusiasmo, la ilusión las ganas, con tal de volver a ser quién fue. Por eso ese afán de encontrar compañera, de conocer a una y a otra, de salir y de entrar, de experimentar, en definitiva, de vivir la vida, porque la vida se va desgastando día tras día, se va escurriendo como si fuera agua entre nuestros dedos. A pesar de que me he visto en Adriana, es el padre el que más me ha calado.

Yo soy Adriana

El padre, sí. Pero me maravilla verme reflejada en un personaje de ficción.¿Ficción? Adriana no puede ser ficticia si se parece tanto a mí. En esta novela la he visto dando órdenes a Vilma para que todo esté a la perfección y su padre esté convenientemente atendido.


«Los viernes, cuando llegaba a Valencia para relevar a Vilma, le daba unas instrucciones neuróticamente precisas sobre los hábitos que tenía que adquirir su padre»". [pág. 20]


Atentos al adverbio «neuróticamente». porque en eso se convierte a veces Adriana, y, por ende, yo misma. Neurótica, quisquillosamente precisa, dando infinidad de explicaciones, órdenes, indicaciones de todo tipo, como si los demás fueran tontos, y nosotros los únicos que sabemos cómo hacer las cosas o los únicos que sabemos lo que necesitan nuestros padres. 

Y luego está esa otra parte de Adriana, la de la culpa, la que siente ese bocado que nos da la conciencia cuando tratamos de imponer nuestra voluntad, porque somos nosotros los que ahora sabemos mejor que nadie qué conviene a nuestros padres, cómo hacer las cosas, cuáles son sus necesidades. Y cuando los ves hacer lo que quieren, a pesar de tus consejos, ardes y te exaltas. Entonces vienen las voces, los gritos, los desaires. Y más tarde, pasadas unas horas, el remordimiento. ¿Cómo he podido decirle esto a mi madre o a mi padre? «Para esto, prefiero que no vengas», le dice el padre a la hija. Y en ese «esto» se encierran las discusiones, los enfados, las imposiciones, los malos modos.«Para esto, prefiero que no vengas», me dijeron también a mí. ¿Te lo han dicho a ti alguna vez?

Pero ni Adriana es mala hija ni ella pretende que se haga su santa voluntad porque sí. Lo único que la mueve es el amor y el deseo de bienestar para su padre. ¿Qué culpa tiene ella de que le haya caído del cielo un papel que no pidió? Porque, «ese rol de cuidadora contra el que había luchado se imponía» y poco puede hacer para evitarlo. En ese impass iremos viendo cómo son las relaciones entre el padre y la hija, cómo eran antes y cómo son ahora. Pero ¿y la madre?

Al adentrarnos en el interior de Adriana observamos un peso muerto -nunca mejor dicho-, al fondo de su ser. ¿Por qué la joven no puede escribir sobre su madre?¿Por qué se siente paralizada? Adriana representa esos hijos que viven entre dos aguas, con dos densidades distintas; una salina y la otra dulce; una turquesa y la otra oscura. Crecer rodeada de dos personalidades tan diferentes le sigue marcando. A pesar de que su madre ya no está desde hace tiempo, sigue sintiendo su presencia, se sigue sintiendo observada, analizada, enjuiciada.


«Incluso estando muerta, su madre desplegaba su exigencia. ¿Crees que te puedes acercar a mí de cualquier manera? No había modo de abordarla con naturalidad sin sentir que se quemaba, a diferencia de lo que ocurría con su padre: toda forma valía, por cualquier camino llegaba hasta él». [pág. 27]


Estructura y estilo

Escrita en tercera persona, Las voces de Adriana se estructura en tres partes. La primera, a la que titula El padre, incide directamente en la figura paterna, en la relación que une a padre y a hija, y que, a su vez, sirve de vehículo para introducir el recuerdo de la madre. Pero madre, y también abuela, estarán muy presentes desde la ausencia. Porque en la segunda parte, La casa, regresará al pasado para recrear una infancia de días felices. Será en la tercera, titulada Las voces, la que suponga un cambio en la estructura y el estilo de la obra. En este último bloque se entremezclan las voces de hija, madre y abuela, como si se tratara de una pieza teatral. No es un diálogo entre ellas, sino que cada una va dando forma a un monólogo, en el que moldean sus miedos. Para mí, esta ha sido la parte más singular. Al principio, opté por leerla de la manera en la que Navarro la había dispuesto, saltando de una voz a otra sin continuidad, pero pronto decidí cambiar mi acercamiento al texto. Leer, en el orden en el que los speeches estaban colocados, me rompía el hilo narrativo. Así que, en primer lugar leí todo lo relativo a la abuela, y acto seguido hice lo mismo con la madre y con la hija. 

Estamos ante un texto muy reflexivo, en el que la narración se impone al diálogo en su mayor parte. Aun así, la lectura fluye con agrado. Al menos en mi caso. Será que, como me he visto tan reflejada, sentí curiosidad por saber lo que le deparaba a Adriana. 


Elvira Navarro vuelve a regalarnos algo distinto. Hay un trasfondo común, pero la autora sabe disponer las piezas de forma original. Si cuando publiqué mi reseña deLa isla de los conejos comenté que no creía que fuera un volumen para cualquier tipo de lector, en esta ocasión me atrevo a decir que Las voces de Adriana es una novela para un amplísimo abanico de lectores. Como he comentado, no será descabellado que el lector se sienta identificado, pero hay que dejarse llevar por el juego que nos propone Navarro, especialmente en esa última parte en la que las voces de tres mujeres se solapan. Ya os digo que yo opté por leer ese bloque a mi manera. Probablemente habré roto el efecto que la autora quería provocar. En tal caso, mil disculpas.


«Cuando los hijos empiezan a ser padres de sus padres, ¿comienzan a estar definitivamente solo?». [pág. 16]



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