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LA SOCIEDAD DE LA NIEVE de Pablo Vierci

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Editorial: Alrevés
Fecha publicación: octubre, 2022
Precio: 20,00 €
Género: testimonial
Nº Páginas: 400
Encuadernación: Tapa blanda con solapas
ISBN: 978-84-18584-73-2



Autor

Pablo Vierci (Montevideo, 1950). Escribió Los tramoyistas (1979, traducido al inglés y portugués), Pequeña historia de una mujer (1984), Detrás de los árboles (1987), 99% asesinado (2004), La sociedad de la nieve (2008, traducido al portugués y reeditado en 2022, traducido al inglés, italiano y catalán), De Marx a Obama (2010), Artigas - La Redota (2011), El desertor (2012), Ellas 5 (2014), Tenía que sobrevivir (2016, en coautoría con Roberto Canessa, traducido al inglés, mandarín e italiano), El fin de la inocencia (2018) y La redención de Pascasio Báez (2021).

Escribió guiones para los largometrajes Aqueles dois (1985), El viñedo (1999), Matar a todos (2007) y Artigas - La Redota (2011), así como para la serie Contámela en colores (2012). 

Obtuvo dos veces el segundo Premio Nacional de Literatura de Uruguay (1987 y 2004) y el Premio Libro de Oro de la Cámara Uruguaya del Libro (2009). Sus guiones obtuvieron el Premio Fona (1999), el Premio al Mejor Guión en el 29° Festival de Cine de La Habana (2007) y el Premio al Mejor Guión en el 14° Festival de Cine de Lleida (2008). En 2003 obtuvo el Citi Journalistic Excellence Award, cursado en la Universidad de Columbia de Nueva York.


Sinopsis

La sociedad de la nieve es el libro definitivo sobre la historia más increíble jamás contada. Si fuera ficción, resultaría inverosímil. Pero fue y es verdad, y todos los sobrevivientes hablan por primera vez desde aquel accidente de avión que los encontró con alrededor de veinte años en los Andes, a cuatro mil metros de altura, con treinta grados bajo cero, sin abrigo ni comida.

Pablo Vierci acompañó a un grupo de sobrevivientes con sus hijos a la montaña. Cada uno de los dieciséis recuerda en primera persona cómo fueron los setenta y dos días en la cordillera, cómo superaron esa situación extrema, cómo entendieron la muerte, qué significó el accidente y cómo influyó en su vida posterior. Vierci fue compañero de colegio de los sobrevivientes; comenzó a escribir este libro en 1973. Quizás por eso es tan precisa y lograda la recreación de los momentos previos al accidente, la supervivencia en la montaña, el alud que mató a ocho amigos, la decisión de alimentarse de los cuerpos de los compañeros, la expedición en busca de ayuda, los días posteriores al rescate y la vida que siguió. Pero, por encima de todo, tal vez sea por eso que consiga aproximarnos a lo que está más allá de la anécdota, donde el estallido del accidente se recompone en un mosaico grandioso, donde se proyectan dieciséis cordilleras. 

Este libro es el inmejorable resultado de dejar madurar una historia, para poder aprender que detrás de la tragedia y la adversidad, en un escenario desmesurado y solitario, se logra crear una sociedad diferente a todas las conocidas, pautada por la misericordia y la alternativa de ir más allá de lo posible. El accidente de los Andes partió la vida de aquellos jóvenes, y su relato puede transformarse en una bisagra en la experiencia del lector. La sociedad de la nieve reunió a los dieciséis, con la perspectiva del tiempo transcurrido, para que dejen sus testimonios en la historia.

[Información tomada directamente del ejemplar]



Cuánto se está hablando estos días de la película de Juan Antonio Bayona y más desde que el pasado 4 de enero llegara a Netflix. Como suele ocurrir, hay opiniones para todos los gustos. Hay personas a las que le gustó más la película ¡Viven! (Frank Marshall, 1993). Otras que consideran que Bayona ha puesto ante nuestros ojos una historia mejor, aprovechando que las técnicas de rodaje y la tecnología han avanzado mucho y, por lo tanto, ofrecen más posibilidades. Pero también hay quien piensa que no tiene mucho sentido volver a rodar y proyectar una película sobre una historia sobre la que ya existe una adaptación al cine y de la que se conocen tantos detalles. A mí, particularmente, La sociedad de la nieve me ha gustado muchísimo. Con esto no quiero decir que esta nueva adaptación haya desbancado a ¡Viven! de mi ranking particular. No es así. Aquella versión de los años 90 me sigue gustando. Fue el primer conocimiento que tuve sobre esta tragedia. Hace unos días la volvieron a pasar por una cadena de televisión y la volví a ver. No obstante, debo reconocer que, a mi juicio, Bayona ha hecho un gran trabajo y ha introducido ciertos matices que mejoran y complementan la versión de Marshall. Pero os aclaro que hoy vengo con un 2x1 porque el tema principal de este post no será únicamente la película, sino también el libro que ha servido de base para este largometraje.

En 2008, cuando se cumplían treinta y seis años del accidente en los Andes, el autor uruguayo Pablo Vierci publicó La sociedad de la nieve. Se trata de un libro testimonial que recoge las declaraciones de los dieciséis supervivientes del Fairchild FH-227D, aeronave de la Fuerza Aérea Uruguaya, que se estrelló en el glaciar del Valle de las Lágrimas (Mendoza, Argentina), el 13 de octubre de 1972. El vuelo partió de Montevideo (Uruguay) y tenía destino en Santiago de Chile. A bordo, viajaban cinco miembros de la tripulación y cuarenta pasajeros. Entre ellos, los diecinueve miembros del equipo de rugby Old Christian Brother, junto a familiares y amigos, que tenían que disputar un partido amistoso en Santiago de Chile, contra el Old Boys chileno.

No llegaron a destino. Un impacto contra los riscos de una montaña partió el avión en dos. La cola quedó varada a un lado del macizo. La violenta despresurización arrancó de cuajo los asientos que figuraban más cerca de la abertura que se originó en el fuselaje. Seis personas desaparecieron del interior del avión, succionados por el aire. El Fairchild quedó sin alas y sin cola. El cuerpo del avión planeó sobre las montañas y al descender se posó sobre una ladera nevada por la que se deslizó a más de trescientos kilómetros por hora, hasta frenar bruscamente contra un cúmulo de nieve endurecida. Tras el impacto murieron trece personas: dos miembros de la tripulación y once pasajeros. Entre ellas, la madre de Nando Parrado, uno de los jugadores del equipo de rugby. Comienza así un rosario de fallecimientos.

Aquel accidente conmocionó al mundo entero. En cuanto se supo de la colisión, se iniciaron las labores de búsqueda que no dieron resultados. Tras varios días, se cancela la operación de rescate y se les da por muertos. Lo que nadie se podía imaginar es que, más de dos meses después del accidente, aparecieran dos pasajeros con vida -Nando Parrado y Roberto Canessa-, que habían conseguido atravesar el macizo montañoso, sin equipación ni preparación de ningún tipo, hasta llegar a Los Maitines (Chile), tras contactar con el arriero Sergio Catalán. Habían pasado setenta y dos días desde que el Fairchild golpeara contra los Andes. Setenta y dos días con sus noches, alcanzando temperaturas que se posicionaban en los treinta grados bajo cero. ¿Cómo consiguieron sobrevivir? Ahí radica la grandeza de este relato. Descubrir cómo unos veinteañeros, alegres y bulliciosos, que tenían toda la vida por delante, pudieron mantenerse con vida durante tantos días hasta poder volver a la civilización. Eso es lo que nos cuenta este libro, en boca de sus protagonistas. Los hechos no dejan de ser los mismos para cada uno de ellos, los que ya todos conocemos, en mayor o menor medida, pero cada superviviente vivió aquella pesadilla de un modo distinto y sus emociones fueron diferentes. ¿Qué pensaron al verse allí aislados, rodeados de montañas? ¿Cómo se enfrentaron a la muerte de familiares y amigos?¿Cuáles fueron las decisiones que tomaron? ¿Quién estaba a favor y quién en contra? ¿Cómo se llevó a cabo el rescate?¿Y cómo fueron recibidos al regresar a la civilización? Y quizá, lo más importante, ¿cómo han transcurridos sus vidas desde entonces? De todo esto nos habla La sociedad de la nieve, un libro que, en mi opinión, merece ser leído para, más allá de adaptaciones y versiones, conozcamos la verdad de mano de sus protagonistas.

Pero antes de comentaros qué es lo que me ha gustado o impactado de esta lectura, considero conveniente hacer un escueto resumen cronológico de los hechos. Por citar los datos y las fechas más significativas:

* 13 de octubre de 1972 (día del accidente).- Un dato curioso que he descubierto con la lectura del libro es que el Fairchild no realizó un vuelo directo. Realmente, el avión despegó del aeropuerto de Carrasco (Montevideo) el día previo, el 12 de octubre. Pero tuvieron que hacer escala en Mendoza (Argentina) debido a las inclemencias del tiempo. Allí pasaron la noche. Como se esperaba que el tiempo mejorara, volvieron a despegar con dirección a Chile. Si lo piensas es como si el destino les hubiera dado la oportunidad de replantearse el viaje.

El avión chocó contra las montañas pasadas las 15 horas.

* 17 de octubre de 1972 (cinco días desde el accidente).- Varios supervivientes (Carlos Páez, Roberto Canessa, Fito Strauch y Numa Turcatti) deciden hacer una primera expedición, tratando de buscar la cola del avión, para comprobar si había otros supervivientes.  Tienen que regresar exhaustos, sin conseguir su objetivo.

23 de octubre de 1972 (once días desde el accidente).-Aunque algunos aviones han sobrevolado la zona y los supervivientes creen que el rescate es inminente, no sucede nada. Es más, a través de una pequeña radio que se ha salvado del impacto, oyen por una emisora que la operación de rescate ha sido cancelada tras no obtener resultado. Para esa fecha, ya habían fallecido cinco personas más. Entre ellas, la hermana de Nando Parrado. Al día siguiente, emprenden una segunda expedición hacia la cola del avión. También sin éxito. Siguen falleciendo supervivientes.

* 29 de octubre de 1972 (diecisiete días desde el accidente).- A última hora del día, cuando todos los supervivientes se encuentran en el interior del fuselaje, preparándose para pasar la noche, un ruido ensordecedor invade el espacio. Sin saber qué ocurre, un alud desciende por la ladera de la montaña y avanza con furia hacia el avión.  La avalancha de nieve golpea contra el fuselaje, se introduce en el mismo, y sepulta a sus habitantes. Algunos tratarán de salvar a los que han quedado enterrados. Mueren ocho personas. Entre ellas, Marcelo Pérez, el capitán del equipo de rugby que, hasta ese momento, había liderado al grupo, como si estuvieran en el campo de juego. Permanecerán encerrados en el avión durante tres días, rodeados de nieve y compartiendo espacio con los muertos hasta que, habiendo mejorado el tiempo, excavan en la nieve y consiguen salir al aire libre. 

* Entre 1 de noviembre y el 11 de diciembre de 1972.- Se organizan para llevar a cabo nuevas expediciones con la idea de localizar la cola del avión. El objetivo era encontrar las baterías en la parte trasera de la aeronave con la que poner en marcha la radio de a bordo. Llegan a la cola. Encuentran otros cadáveres y más maletas. Localizan las baterías del avión pero son demasiado pesadas para llevarlas al fuselaje. Entonces, lo hacen al revés. Regresan al fuselaje para desmontar la radio del avión. Vuelven a la cola y tratan de hacer funcionar la radio. Pasan cinco días en la cola del avión sin que consigan hacerla funcionar. En estos días siguen falleciendo supervivientes.

* 12 de diciembre de 1972 (sesenta y un día desde el accidente).- No hay vuelta atrás. Roberto Canessa, Nando Parrado y Antonio Vizintín inician lo que será la expedición final. Provistos con ropa de abrigo, pero insuficiente para las bajas temperaturas y comida -de esto hablaremos después-, inician la marcha. Tras tres días de caminata, estaban a punto de llegar a la cima de la montaña. Pensaban que tras aquel macizo de piedra y nieve encontrarían los verdes valles de Chile. Sin embargo, la decepción fue mayúscula cuando comprobaron que lo único que había más allá eran más y más montañas. Nando está obcecado con seguir adelante. Canessa lo acompaña. Vizintín regresa al avión. 

* 21 de diciembre de 1972 (setenta días desde el accidente).- Roberto y Nando han cruzado la cordillera. Poco a poco, las montañas tienen menos altura y están menos cargadas de nieve. Comienzan a ver riachuelos por los que corre el agua alegremente, gracias al deshielo. Se topan con animales y empiezan a ver algo de pasto verde. Al otro lado de un río ven a un hombre a caballo. Es el arriero Sergio Catalán. Él será el encargado de avisar a las autoridades. Se inicia un rescate que no será tan fácil como se preveía. Dado la dificultad de acceder a los restos del avión y el mal tiempo que aún azota el Valle de las Lágrimas, la operación de rescate se lleva a cabo en dos días consecutivos. Los dieciséis supervivientes, los únicos que quedan con vida de las cuarenta y cinco personas que viajaban en el avión, son salvados. 

EL LIBRO

Bueno, grosso modo, estos son los datos más significativos de aquel accidente en los Andes y del rescate que se llevó a cabo posteriormente. Son sucesos ya conocidos, de los que se ha hablado mucho, recogidos primero en el libro ¡Viven! (Piers Paul Read, 1974), y posteriormente enLa sociedad de la nieve de Pablo Vierci. Como dije antes, este libro se publicó primeramente en 2008, y vuelve a ser reeditado recientemente en España por la editorial Alrevés, al cumplirse 50 años desde la tragedia.

E insisto que la belleza, el interés y la magia de este libro reside en conocer a los supervivientes en profundidad, saber qué pensamientos les cruzó la mente durante aquellos setenta y dos días; qué sintieron al verse en aquella inmensidad blanca, terrible pero paradójicamente bella, a la vez; o cómo se las apañaron para sobrevivir, soportando temperaturas bajo cero. Sabemos que la parte más impactante del relato será leer sobre cómo se alimentaron, pero hay muchos más detalles, cuestiones, reflexiones que son interesantes de  conocer. A mí, de entrada, me surge una pregunta inmediata, cuya respuesta he buscado entre las páginas del libro.

¿Qué pasó realmente? ¿Por qué se produjo el accidente?

Tras la lectura descubro que los supervivientes hablan poco sobre los motivos que originaron el accidente.¿Fue un fallo de la aeronave o, por el contrario, se trató de un error humano? Y no es por buscar culpables que, a estas alturas, ya no tiene mucho sentido. Se trata simplemente de saber qué ocurrió realmente, por qué el avión descendió tanto que chocó contra los riscos de las montañas. Leo y leo, un testimonio tras otro, voy avanzando en la lectura sin encontrar ningún dato. Faltan solo una veintena de páginas para llegar al final, cuando me encuentro con la siguiente declaración:

«¿Fue un designio de Dios? No, el accidente sucedió porque el piloto se equivocó, interpretó mal su posición y se estrelló contra una montaña, con la suerte posterior de que el tubo partido no se tambaleó, y el ángulo de descenso se ajustó a la ladera, y por eso no dio vueltas de campana». [pág. 349]

Son las palabras de Nando Parrado, el último de los testimonios que encontramos en el volumen. 

La palabra Curicó -pronunciada por el piloto antes de morir- tendrá cierto protagonismo en la historia. Y es que, el piloto del Fairchild, el teniente coronel Dante Lagurara, fallecido al segundo día del accidente, creía haber sobrevolado la localidad chilena, con lo que apenas quedaban unos minutos para llegar al aeropuerto de Los Cerrillos, en Santiago de Chile. No era así. Realmente, aún quedaban unos cuantos kilómetros para llegar a Curicó. La tormenta y las nubes que lo cubrían todo impidieron ver a los pilotos que aún sobrevolaban los Andes. Comenzaron a descender, sufriendo importantes turbulencias. Un pozo de aire les hizo perder violentamente altura, saliendo del núcleo de nubes, con lo que se encontraron de frente con impresionantes montañas que estaban demasiado cerca.No les dio tiempo a ascender de nuevo para sobrepasarlas. 

No hay que olvidar tampoco que estamos en 1972. La formación de los pilotos, así como la industria aeronáutica, habrá mejorado mucho desde entonces.

Los primeros momentos tras el impacto

Cada uno de los supervivientes relata a su manera qué sintió tras el impacto. Muchos coinciden en que, a pesar de lo que supuso golpear contra una montaña y descender por una ladera nevada, lo primero que recuerdan es unos instantes de silencio absoluto, como si estuvieran en una cámara de vacío. Y la sensación de no sentir absolutamente nada, ni frío, ni calor, ni miedo, ni angustia, ni hambre. Era la adrenalina y el desconcierto el que provocaba aquellas sensaciones. Pero tras aquellos primeros minutos, pronto comenzaron a oírse los gritos de auxilio de los que estaban heridos. Entre los que lograron sobrevivir al impacto hubo reacciones de todo tipo. Algunos no sabían dónde estaban y hablaban incongruencias. Uno de los supervivientes relata que creía estar durmiendo en su cama, en la casa de sus padres. Otros se movían por el avión como si pretendieran ir a algún lugar determinado. Milagrosamente algunos pocos no sufrieron ningún daño y fueron los encargados de atender tanto a los que andaban desorientados, como a aquellos que presentaban heridas de consideración. 

Desde primer momento, el grupo fue liderado por Marcelo Pérez, el capitán del equipo de rugby, aunque entre los supervivientes había pasajeros que no pertenecían al círculo de los jóvenes, como Javier Methol, un empresario, y su esposa Liliana, padres de cuatro hijos.  Nadie puso objeción al liderazgo de Marcelo, «el primero en mostrar temperamento y determinación», que trabajó junto a Roberto Canessa y Gustavo Zerbino, estudiantes de Medicina, en esos momentos de auxilio a los heridos. Así se habla en el libro de la labor de Marcelo:

«Atinó a distribuir roles. El equipo médico correspondería a los estudiantes de medicina Roberto Canessa, Gustavo Zerbino y Diego Storm, así como a Liliana Methol, que con su voz suave confortaba más que los medicamentos que no había. Harley, Páez y Nicolich se encargarían de acomodar el tubo partido del fuselaje. Los primos Strauch... esos ya estaban analizando la posibilidad de solucionar lo más acuciante: cómo fundir nieve para obtener agua. El propio Marcelo, se encargaría de lo sustancial en una situación como esa: ayudar a todos, estar en todas parte, ser la esperanza, dar más que ninguno, convertirse en ejemplo». [pág. 113]

Y luego estaban los fallecidos. Entiendo que, en una situación como esa, tras el shock inicial, hay que ser prácticos. Es lo que hicieron todos ellos durante el tiempo que pasaron en las montañas. El interior del fuselaje era un amasijo de sillones e hierros retorcidos. Entre ellos estaban aprisionados los fallecidos. Había que sacarlos de ahí y fueron depositados, con el mayor de los respetos, en el exterior del avión, sobre una cama blanca, pero fría.

Cuando habían llevado a cabo sus tareas, solo quedaba sentarse a esperar. Vendrán a buscarnos. El rescate ya está en marcha. Eso es lo que pensaron y todos mantenían la esperanza. Si uno dudaba y desfallecía, Marcelo se encargaba de animarlos. Tenían que esperar. Resulta agónico sentir la ilusión que transmiten cuando ven pasar los aviones de búsqueda sobre sus cabezas. Agónico porque tú, lector, sabes que no los han visto, que es imposible que un avión pueda ser visto desde esa altura, en aquella inmensidad blanca sobre la que el fuselaje se camufla. Y mira que ellos aseguran que sí, que incluso uno de los aviones les ha hecho una señal para darles a entender que conocen su ubicación exacta y bajarán a buscarlos. Agónico porque tú, lector, sabes que esto no ha hecho más que empezar, y que lo único que les queda son días y días y días de soledad, muerte e incertidumbre. Y aunque cada amanecer era un día más con vida, también llegaba la noche.


«Las noches eran mucho peores que los días. Las noches eran el miedo, la oscuridad, pero eran también los recuerdos, la percepción de que la vida se desviaba y se truncaba en un estallido. El frío quemaba, el viento se te clavaba como un cuchillo, y el único calor que aliviaba es el aliento del chico que tenías a tu lado, a quien le pedías que te respire encima. Si el infierno existe no es con fuego: es con hielo y en penumbras». [Nando Parrado; pág. 350]  


Estaban solos y únicamente contaban con su capacidad de aguante y su ingenio. Tenían sed pero masticar nieve les quemaba la boca. Se las apañaron para transformar la nieve en agua, usando lo que tenían a su alcance. Idearon un sistema muy primitivo para poder andar por la nieve, alrededor del avión, sin que se hundieran hasta la cintura. Incluso a uno de ellos se les ocurrió cómo fabricar unas gafas de sol para impedir sufrir ceguera por la intensidad de la luz del sol reflejada en la nieve. Y utilizaron un objeto muy querido para ellos a modo de orinal, para no tener que salir por las noches a la intemperie. Leer sobre todo lo que hicieron,  cómo se organizaron, lo que tuvieron que soportar y sufrir, genera en el lector angustia pero también admiración.


«En la montaña nadie se vanagloriaba de nada, ni de haber creado esto o inventado lo otro, se hacía para el conjunto y no había más recompensa que el bienestar del grupo». [Adolfo Strauch; pág. 106]


¿Qué hicieron las familias tras conocer el accidente de los Andes?

Vierci no solo se limita a transmitir las declaraciones de los supervivientes, también muestra en su libro qué ocurría en la civilización, en Chile y en Uruguay, cuando se tuvo noticia del siniestro del avión. ¿Qué plan de rescate trazaron las autoridades? ¿Qué hicieron las familias de los pasajeros para tratar de localizar el avión siniestrado y saber qué había ocurrido con sus hijos? Algunos padres se hicieron a la idea de que sus hijos habían muerto tras la cancelación de la operación de rescate. Otros no querían perder la esperanza. Los padres de Carlos Páez se involucraron directamente en la búsqueda del avión. Carlos Páez Vilaró, padre del joven, estuvo muy activo en todo momento, acompañando al personal que sobrevolaba las montañas en helicóptero, por las zonas en las que pensaban que el avión había caído. Incluso llegaron a contactar con un conocido médium para tratar de averiguar el lugar exacto del siniestro. 

«En esos días el grupo de esperanzados se había aferrado a las palabras de un adivino, Gerard Croiset Jr., que en sus ensoñaciones nos veía en diferentes lugares de la cordillera, y eso se lo transmitía a las mujeres de mi familia, mientras papá las observaba con profunda melancolía». [Daniel Fernández Strauch; pág. 82]

Vierci retrata muy bien, a través de las declaraciones de los protagonistas, lo que hicieron las familias. Ellos, que se sintieron abandonados cuando supieron que el rescate se había dado por concluido, no se podían imaginar lo mucho que sus familias siguieron luchando por ellos. 


«... mientras  unos formaban parte del grupo de acción y hacían el trabajo físico y arriesgado de buscarlos en avión, a caballo, en helicóptero o a pie, otros planificaban, consultaban a expertos y videntes o apoyaban con dinero para financiar las múltiples expediciones de rescate». [pág. 252]

La esperanza y la fe. Las casualidades y las paradojas.

No les quedaba mucho a lo que aferrarse en aquellas montañas. Los miembros del equipo de rugby vivían en un barrio residencial, habían cursado estudios en el colegio Stella Maris, y habían recibido una educación religiosa. Ante aquella terrible situación solo les quedaba la fe y la esperanza, una fe y una esperanza que se iba debilitando con el paso del tiempo. Más aún cuando, tras ver aquellos aviones que los estaban buscando, nadie aparecía para rescatarlos. Aun así, muchos confiesan que no dejaban de rezar porque estaban a merced de la montaña, que rugía en forma de avalanchas que aterrorizaban aún más a los jóvenes.

Por otro lado, sorprende mucho leer sobre los presentimientos de Pancho Delgado justo antes de despegar. 

"...cuando estaba haciendo la fila para subir al F571, y tuve un presentimiento muy poderoso de que ese avión se iba a caer" [pág. 310]

¿Qué credibilidad damos a las premoniciones? Seguro que Pancho Delgado hace caso a su intuición desde entonces.

También resulta curioso el papel que jugó el azar en aquel accidente porque, Delgado, con ese mal cuerpo que se le quedó al presentir que algo le pasaría al avión, optó por sentarse en la cola del avión ya que «siempre había escuchado que esa es la parte más segura de un avión que se accidenta». Y ese azar le echó una mano cuando, por circunstancias que se explican en el libro, él cambió de asiento. 

Y fue ese mismo azar el que le salvó la vida a Tito Regules. Compañero de algunos miembros del equipo de rugby, él también se había apuntado al viaje a Chile. Pero la noche antes había estado en un casino, ingirió más alcohol que sus compañeros, y se quedó dormido a la mañana siguiente. Perdió el avión y no pudo embarcar. En esa ocasión esquivó lo que quizá el destino le tenía preparado pero nadie se libra de un camino marcado. No ahondo más porque es mejor leerlo en el libro.

Tampoco escapó de su mala suerte Graciela Obdulia. Tenía 43 años cuando aquel 13 de octubre,  deseando asistir a la boda de su prima en Chile, se sintió afortunada al poder comprar un pasaje que quedaba libre a última hora. Falleció la primera noche en las montañas. 

Ya veis que, de forma positiva o negativa, las casualidades juegan a favor o en contra. También ese azar caprichoso benefició en su caso a Nando Parrado. Este es un detalle que no se recoge en ninguna de las dos películas. Y es que Parrado, al no llevar el cinturón de seguridad, salió despedido del avión tras el impacto. Su cuerpo quedó tendido sobre la nieve y lo dieron por muerto. No era así. Estaba en coma, con la cara tan hinchada que casi no podían reconocerlo. Sufría de edema cerebral. Como pudieron, sus compañeros lo acomodaron en el interior del fuselaje. Algo ocurrió aquella primera noche. Un leve roce le salvó la vida al joven, pero esto tampoco os lo voy a contar. Solo os diré que, a veces, las cosas ocurren porque tienen que ocurrir. No hay más explicación. 

Y sí que es verdad que las bajas temperaturas causaban estragos en la resistencia de los supervivientes, pero a aquellas bajas temperaturas también tienen que estarle agradecidos porque mantuvieron las infecciones a raya. Quizá, de haberse producido el accidente en zona montañosa, pero en otra época más cálida del año, hubieran sobrevivido muchos menos, porque el calor hubiera  fomentado el desarrollo y avance de las infecciones. 

«Todos esos microbios que teníamos en el organismo, en particular los estafilococos que estaban latentes, empezarían a entrar en ebullición con el calor y harían estragos. Lo veíamos minuto a minuto cuando subió la temperatura, cómo se propagaban las infecciones. No teníamos ninguna defensa, nuestros organismos carecían de cualquier reserva y nuestro sistema inmunológico había claudicado por la inanición. Paradójicamente, el calor y el sol que tanto anhelábamos en la montaña nos hubieran matado». [Pancho Delgado; pág. 314]

Vivir o dejarse morir

Y ahora entramos en la cuestión más dolorosa de esta historia y la que ha suscitado más debate. Obviamente, me refiero a la decisión que tomaron de alimentarse de los cuerpos sin vida de los fallecidos. Y es que, cuando el avión se estrelló, y tras rebuscar en las maletas, apenas encontraron nada que comer.

«El otro grupo había terminado de juntar los pertrechos utilizables y las vituallas que había a bordo. Del balance surgió la nada: chapas deshechas, un par de botellas sanas y varias rotas, cuatro encendedores, un hacha, una caja de herramientas, una linterna de la que no encontraban las pilas, una pequeña radio que no funcionaba. La comida era aun más escasa: cuatro latitas de conserva, entre las que había una de mariscos; galletitas; maní con chocolate; cuatro barras de chocolate; cuatro botellas de vino y una de Licor de Oro». [pág. 114]


Tras el impacto, entre sanos y heridos, hacían un total de veintinueve personas.¿Cómo alimentarlas a todas con semejante botín? Piensa un momento en esos instantes en los que el hambre te muerde, a esas horas, próximas al almuerzo o a la cena, en las que tus tripas rugen. Cuesta mucho trabajo imaginar que lo único que ingerían al día era un trocito de chocolate y un taponcito de vino. De las escasas provisiones se hizo cargo Marcelo Pérez.Él fue el encargado de racionar y distribuir la comida y la bebida, pero aquellos suministros se acabaron. Para soportar las bajas temperaturas sus cuerpos quemaban mucha energía. Necesitaban alimentarse para poder resistir hasta que llegara el rescate. Y especialmente, necesitaban alimentarse si querían atravesar las montañas.

Ya sabemos todos que optaron por comer carne humana, la carne congelada de los cuerpos de sus amigos fallecidos, una decisión que conmocionó al mundo en cuanto se supo. Tanto o más que el mismo accidente. Tanto o más que el saber que había supervivientes. En el libro, ellos mismos nos relatan quien de todos ellos propuso la idea, quiénes estuvieron de acuerdo, quiénes no. También se relata quién se encargó de cortar la carne pero en ningún momento se menciona qué cuerpos fueron mutilados. De hecho, parece que, a día de hoy, hay algunos supervivientes que no saben de cuál de los fallecidos comieron. 

Enternece leer las motivaciones de cada uno para hacer lo que quisieron, a qué argucias psicológicas recurrieron para no sentirse unos salvajes. Y sobrecoge también leer hasta qué limites llegaron. Porque, debo ser sincera, desde que tuve conocimiento de este accidente y sus consecuencias tras el visionado de la película ¡Viven!, yo siempre me había imaginado que habían tomado pequeños fragmentos de carne de aquí y de allá, un trocito de glúteo, otro de bíceps, otro de gemelo,... Así de este modo, quedando los cuerpos ligeramente mutilados pero reconocibles. Sin embargo, me quedé sin respiración al descubrir lo que realmente ocurrió. En el libro hay descripciones que te roban el aliento, pero esa es la terrible realidad que tuvieron que vivir estos jóvenes. 

«Setenta y dos días sin lavarnos, sin quitarnos la ropa, comiendo carne humana, que en un primer momento era un cortecito pero después se transformó en una ración de comida y más adelante ya quedaba el hueso pelado tirado por ahí y venía uno y lo agarraba y se lo metía en el bolsillo del saco y después se ponía a chuparlo delante de los otros». [Daniel Fernández Strauch; pág. 84-85]


Normalizaron la situación. No tenían más remedio. Pero lo que estaban haciendo podía llegar incluso más lejos. ¿Y si también se acababa esa carne humana que esperaba inerte sobre la nieve?¿Y si volvían a quedarse sin comida? Ya habían atravesado un límite, el comerse a su propia especie. ¿Acaso traspasarían otro más? ¿Serían capaz de matar a un compañero vivo, o empujarlo a morir, con tal de conseguir más alimento? Por suerte, no lo sabemos. En cualquier caso, cuando todo aquello se supo, cuando ya llegó el rescate, se nos cuenta cómo reaccionó la sociedad. Unos los aplaudieron y otros los tacharon de caníbales. A sus propios familiares les costó trabajo digerir lo que sus hijos habían hecho pero los tenían de vuelta, con vida. La peor parte se la llevó, sin duda, los familiares de las víctimas. ¿Habían profanado los cuerpos de sus hijos muertos? 

Con respecto a la reacción de las personas, hay un pasaje que produce mucha tristeza. Cuenta Gustavo Zerbino que, de los tres miembros del equipo de rescate que pasaron con ellos la última noche -recordad que el rescate se desarrolló en dos días consecutivos-, dos de ellos mostraban evidentes signos de temor y se mantuvieron alejados del grupo de supervivientes. De hecho, uno de ellos se aseguró que los supervivientes vieran que era un hombre armado. Imagino que pensarían que, si se habían comido a los muertos, a sus propios amigos, y llevaban tantos días con hambre, podían ser perfectamente capaces de matarlos porque muchos los veían como animales. Un estigma que les persigue.

«A veces, todavía, la gente nos mira como a bestias salvajes, cuando han pasado treinta y seis años. Entiendo por qué se asustaron los tres andinistas que llegaron el 22 de diciembre de 1972. Llegaron a un lugar donde encontraron seres humanos con aspecto de primates, con los cadáveres desmembrados alrededor del avión. Ellos no podían saber si nosotros les íbamos a pegar un hachazo en la cabeza, porque habían visto el hacha en el interior del fuselaje. Parecíamos hombres de las cavernas, por eso lo comprendo; nosotros veíamos hombres y ellos veían animales». [Gustavo Zerbino; pág. 167]


Los cóndores sobrevolaban los restos del avión. También buscaban alimentos. A esas aves rapaces les bastaría con los 38 kilos de peso que tenía Roy Harley, un joven atlético, de metro ochenta de altura, cuando fue rescatado.

La sociedad de la nieve

A pesar de que cada uno de los supervivientes vivió la experiencia de un modo distinto, todos ellos coinciden que el grupo constituyó una sociedad basada en el respeto al prójimo. Es cierto que se produjo algún acto de rebeldía y desconsideración en aquellos primeros días tras el accidente, cuando pensaban que iban a ser rescatados en breve pero, una vez que entendieron que estaban solos, los dieciséis se convirtieron en uno solo. «Eso era el grupo, una sola persona fraccionada en muchas más», asegura Daniel Fernández Strauch. 

Lo que vivieron allí los transformó totalmente. Creen que la terrible situación en la que estuvieron inmersos sacó lo mejor de ellos y consiguieron convertirse en eso que el ser humano anhela. 

«Nunca fuimos mejores personas que en los Andes. Allí no había interferencia externa, no había dinero, no había intolerancia, no había hipocresía de relaciones por ventajas, o por interés, porque nadie tenía nada material para ofrecer, no había dobles discursos, no había posibilidad de ascenso en el trabajo porque no había empleo, no había nada. Todos éramos absolutamente honestos, porque íbamos a morirnos. Cuando el médico te anuncia que te queda una semana de vida, ¿se te ocurre mentirle a tus amigos?». [Nando Parrado; pág. 354]

Leer esos pasajes en los que ellos narran cómo se ayudaron los unos a los otros, cómo se organizaron dentro del fuselaje para ir rotando entre los lugares en los que hacía más o menos frío, me ha hecho recordar el tiempo de pandemia y confinamiento, las muestras tan hermosas de solidaridad que vimos durante aquellos meses. No sé si estos dieciséis supervivientes han mantenido aquella actitud o volvieron a ser lo que el hombre es cuando se siente seguro. Lo que sí me parece  conmovedor es saber cómo se sienten cada vez que regresan al glaciar, al lugar donde todo ocurrió. Porque, aunque durante años muchos de ellos no quisieron hablar del tema, prefirieron olvidar, y dejar atrás aquella terrible experiencia, sí han regresado a las montañas con sus hijos para rendir homenaje a los fallecidos y estando allí, algunos cuentan que vuelven recuperar esa pureza de espíritu que les invadió mientras permanecieron aislados y dados por muertos. 

«¿Por qué cuando subimos a los Andes vuelve a aflorar lo más genuino, que desaparece cuando bajamos? Regresamos a la cordillera y la actitud de unos con otros cambia radicalmente. Nos cuidamos mutuamente, como hacíamos en el 72. Volvemos a sentir miedo, a vernos inseguros, y de la mamo de esa vulnerabilidad vienen las otras sensaciones». [Moncho Sabella; pág. 128]

La última expedición

Por el relato cronológico que hice antes sabemos que los que estaban en mejor estado, física y mentalmente, trataron de buscar ayuda en varias ocasiones. Hicieron distintas intentonas de salir de aquellas montañas pero todo se hacía demasiado complicado. Emprender un camino sobre la nieve, cuando esta está blanda a mediodía y te hundes hasta la cintura en cada paso; o pasar las noches a la intemperie, soportando temperaturas glaciares y la ventisca golpeando tu cuerpo, creando una capa de hielo sobre las escasas ropas; todo eso era una aventura que cualquiera tildaría de locura, condenada al fracaso, y a la muerte. Pero ellos veían cómo iban cayendo uno tras otro. De los veintinueve que consiguieron sobrevivir al impacto del avión solo quedaban dieciséis. Nando Parrado lo tenía todo perdido. Su madre y su hermana habían fallecido en aquellas montañas. ¿Iba a dejarse morir él también? Había que intentarlo. Aunque fuera una última vez. A eso se unía el temor que el joven sentía de tener que comer la carne del cuerpo de su madre y de su  hermana. 

«...creo que la fuerza que nos impulsó a huir no fue coraje sino desesperación, hambre y un miedo físico que se instala en la boca del estómago y nunca te abandona». [Nando Parrado; pág. 350]

Las páginas en las que se relata esa última expedición son estremecedoras. Para empezar, el libro nos relata cómo se prepararon para emprender el camino que les llevaría a la salvación. Todo lo mejor que había en el avión, las mejores prendas, los mejores calzados, y la mayor cantidad de comida se reservó para los expedicionarios. Cada uno llevaba ocho medias de rugby llenas de carne y grasa.

«Roberto va delante, arrastrando un trineo elaborado con el fondo de una maleta de plástico rígido donde transporta las mantas, las raquetas de nieve, varios calcetines de rugby con carne, hígado y dos botellas. Nando va al medio, cargando una mochila más liviana, que Roberto había diseñado atando las perneras de unos pantalones vaqueros y colgándoles pedazos de cinturones de seguridad. Atrás va Tintín, llevando en sus espaldas una pesada mochila confeccionada de la misma manera». [pág. 213]

Uno puede estar en su casa, confortablemente sentado, al abrigo de un buen fuego, y al leer esas páginas es inevitable que el frío se te meta en los huesos, que sientas el cansancio y el agotamiento de una caminata en la que se avanza tan despacio que pareces que no vas a llegar jamás a la meta.

Angustia muchísimo imaginarse a Nando, sobre la cima de lo que parecía la última montaña antes de los valles verdes de Chile, y verlo allí, arriba, desolado al comprobar que, al otro lado, las montañas continuaban en el horizonte. Y se te forma un pellizco en el corazón al escucharlo tomar la decisión de continuar. ¿Para qué regresar al fuselaje? ¿Qué más daba morir en un lugar o en otro? Nando y Roberto continúan camino.  

El rescate y el regreso

Y seguro que aquel 21 de diciembre de 1972 no lo olvidarán en sus vidas. Debió de ser impresionante ver aparecer los helicópteros de rescate. Sin embargo, sacar a aquellos chicos de las montañas no fue tan fácil como podemos imaginar o como se muestra en las películas. De hecho, parece que la operación estaba gafada. Y es que, tras la insistencia de familiares, se volvió a organizar un dispositivo de búsqueda. Sobre el 11 de diciembre, un avión de transporte militar, un Douglas C-47 «despegó de Montevideo rumbo a Santiago, piloteado por el coronel Rubén Terra y apoyado por cuatro tripulantes». Aquel avión tuvo innumerables problemas durante los diversos vuelos que realizó. Problemas con los motores, aterrizajes de emergencia y mal tiempo casi hicieron caer el avión en otro lugar de la cordillera. ¿El destino estaba empeñado en que los jóvenes murieran en las montañas?

Pero ni Nando ni Canessa estaban dispuestos a sucumbir. A grandes rasgos ya os he explicado que estuvieron andando durante diez días hasta llegar a un valle donde conocieron al arriero Sergio Catalán. ¡Qué alegría más inmensa volver a la vida cuando estaban sentenciados a una muerte segura. Pero no todo había terminado. Ellos, los supervivientes consiguieron abrazar a sus familias pero, ¿qué pasó con las familias de los fallecidos?

«Ha sido muy difícil enfrentar a las madres de mis amigos muertos y escucharles decir, en mi rostro, que prefieren no verme. Yo las entiendo perfectamente, porque mi presencia significa claramente la ausencia de su hijo. Sé que no lo dicen por mí. Pero también es doloroso para uno, que al fin termina viviendo como con vergüenza, como si hubiera hecho algo muy terrible, que en verdad no hice». [Bobby François; pág. 265]

La prensa se les echó encima. Todos querían saber cómo habían podido sobrevivir. Pero ellos, en su infinita alegría, no querían hablar mucho. Y menos aún, de lo que tuvieron que hacer. Al margen de las películas, y de los libros, hay un documental maravilloso, que lleva por título Náufragos de los Andes. Son casi dos horas de metraje pero merece mucho la pena. En el mismo, se recoge un pequeño clip de vídeo en el que un periodista pregunta a Roberto Canessa, una vez que llegan a Los Maitines, de qué se alimentaron. La reacción del joven estudiante de medicina y las palabras de Nando, que solapan la respuesta de su amigo, dejan entrever por primera vez el trasfondo moral de lo que habían hecho. 

A todos los costaba hablar del tema. Pancho Delgado lo deja claro:

«Hablar de aquella tragedia fue y es doloroso, entonces y ahora. No me siento bien cuando lo recuerdo, ni cuando me preguntan sobre el tema. Nunca más tomé un avión y me alejo todo lo posible de aquello que me recuerda lo que padecimos en el 72. No sólo no voy a su encuentro, sino que sigo alejándome, queriendo que permanezca como un episodio de mi vida que ocurrió en el pasado más remoto posible». [pág. 309]

Otros huyeron. Se apartaron de esa civilización a la que tanto desearon regresar porque se sentían abrumados, desbordados. Todo el mundo quería saber. Todo el mundo preguntaba y los jóvenes solo querían olvidar. Tanto es así que, en algún momento, pasado ya mucho tiempo, alguno ha tratado de ocultar en su día a día que fueron uno de los supervivientes del accidente de los Andes. 


«Toda esa llegada a la sociedad fue, para mí, un proceso muy lento. Al principio me molestaba el ruido, la ciudad, los autos. No entendía por qué me hablaban a gritos, cuando en la montaña nos entendíamos perfectamente comunicándonos en susurros. Cuando un grupo de personas en mi casa me hablaba al mismo tiempo, sentía que me mareaba, que me cansaba, que no lograba concentrarme en tantas ideas a la vez. Había mantenido la cordura en la montaña desierta y sentí que me iba a enloquecer en la sociedad. Entonces dije basta, me voy, y volví a la paz del campo, solo, a iniciar un largo proceso que duró treinta años». [Daniel Fernández Strauch; pág. 92]


¿No os parece que este párrafo encierra la esencia de la sociedad que hemos creado? Una sociedad en la que imperan los gritos, el ruido, el cansancio, el mareo y gente que solo quiere hacerse oír sin oír a los demás. Por paradójico que parezca, y al margen del frío, de las heridas, del hambre, ellos construyeron allá arriba, en la montañas, lo que debería ser la vida hoy -respeto, apoyo mutuo, y esa paz que, aunque impuesta por la dureza de la situación, permitía conectar con el yo interior-. 


Estructura y estilo

La sociedad de la nieve cuenta con un total de treinta y tres capítulos, de los que dieciséis corresponden a los testimonios en primera persona de los supervivientes. Al margen, y abriendo el volumen, encontramos un prólogo titulado Cincuenta años en el que Pablo Vierci nos habla, entre otros asuntos, de su encuentro con Juan Antonio Bayona en Londres, en abril de 2017, donde el cineasta le manifestó su interés por adaptar su libro a la gran pantalla. A este texto, sigue una carta de Bayona, datada en mayo de 2011. En la misma nos explica cómo llegó a conocer el libro de Vierci y lo que supuso su lectura.


«Descubrí La sociedad de la nieve durante un largo proceso de documentación para el rodaje de mi anterior película, titulada Lo imposible». [pág. 29]


En ese par de páginas, Bayona cuenta a Vierci que su libro le impresionó y le inspiró, como no lo había hecho ningún otro relato. 

«Creo que su historia merece una película que explique el contexto verdadero de la montaña, que transmita el frío, el hambre, que se exprese en el idioma en el que se desarrolló realmente y por encima de todo transmita la profunda espiritualidad que nació en su sociedad, que al ser tan profunda es universal y está a la altura de todo lo imposible que vivieron allá arriba». [pág. 30]

Si lo ha conseguido o no, solo los espectadores lo dirán. 

Además, el volumen incorpora un par de anexos de fotografías. Las que figuran a mitad del libro son reproducciones de fotos reales. Algunas son en blanco y negro, y muestran imágenes del equipo de rugby, posando antes de disputar un partido en 1971. En otras vemos a parte de los supervivientes en el interior del fuselaje, tras el accidente o retratan momentos concretos tras el rescate.




Pero también hay otras en color, tomadas por los tripulantes de los helicópteros que llevaron a cabo el rescate.

De igual forma, cierra el ejemplar, otro anexo de fotografías que muestran las labores de rodaje de la película de Juan Antonio Bayona. Tres sets fueron instalados en Sierra Nevada, en Borreguiles, a 3.000 metros de altura, en la zona conocida como Laguna de las Yeguas.




Cuenta el libro con notas a final de capítulo. Tras las declaraciones de cada uno de los supervivientes, Vierci nos cuenta un poco más sobre ellos, qué sensaciones experimentó al tenerlos cerca, cómo los veía, o cómo han sido sus vidas. En estas notas se incluyen datos o emociones que nos permiten conectar aún más con los protagonistas.


La sociedad de la nieve, al ser un libro testimonial, se sustenta sobre una profusa narración que eclipsa cualquier intento de diálogo. El lector se enfrenta a casi cuatrocientas páginas en las que todo es narración, pero la historia te atrapa y no te suelta. Vas devorando página tras página. No importa que conozcas los detalles, lo único que necesitas es seguir en comunión con los protagonistas. Te sientes como si compartieras mesa con ellos, dejándolos hablar de sus sentimientos más profundos. Como os dije antes, hay pasajes que dolerán bastante pero, en el fondo, en esta historia cruda y triste, también existe la belleza.

Lo que os he contado del libro es solo la punta del iceberg. Hay muchas más anécdotas (no os he hablado apenas del alud que sufrieron) y muchos otros detalles (unos zapatitos rojos que Nando entrega a uno de los amigos cuando salían en la expedición final) que sí vemos en las películas pero que solo están explicados en el libro. Por eso, creo que leer La sociedad de la nieve puede ser un preámbulo fabuloso antes de sentarse a ver la película de Bayona. O incluso después del visionado, para entender aún más lo que vemos en pantalla, para comprender lo que ocurrió allá arriba, con aquellos muchachos que fueron tildados de héroes. Aunque para ellos, los héroes fueron otros.

«Que en todo caso los héroes fueron los heridos que después se murieron, porque no se me ocurre un acto más loable que en lugar de lamentarse y pedir compasión, cuando sabían que no tenían oportunidades de salir, nos daban ánimo a nosotros, los que podíamos caminar». [Moncho Sabella; pág. 127]


LA PELÍCULA DE JUAN ANTONIO BAYONA

La sociedad de la nieve, en su formato libro y película, me condujo al documental que os he mencionado más arriba. No dejéis de verlo porque es muy bonito. De hecho, he sabido por la editorial que el libro de Vierci nace precisamente de ese documental. Roberto Canessa y Gustavo Zerbino pidieron a Gonzalo Arijón, director del documental, que compartiera con Vierci las entrevistas que se les hicieran, para posteriormente dar forma al libro. Dice la nota de prensa:

«Para llevarlo a cabo Pablo Vierci tenía dos cosas claras: debía subir a la montaña y permanecer en el lugar del accidente todo el tiempo posible (y así lo hizo con Adolfo Strauch, Moncho Sabella, Gustavo Zerbino y Roberto Canessa); y que debían participar todos los superviviente. No era fácil porque muchos de ellos no sólo jamás habían concedido una entrevista, sino que se alejaban del accidente todo lo que podían».

Pero además he descubierto que se ha escrito más sobre el accidente de los Andes. El propio Nando Parrado publicó Milagro en los Andes(Planeta; reedición 2022) y, si no me equivoco, hay algún otro superviviente más que escribió sobre aquella experiencia. Es más, hay una película anterior a ¡Viven! de la que no sabía nada. Cuatro años después del accidente, se estrenó Supervivientes de los Andes, un largometraje mexicano.

Pero, a lo que voy. Obviamente no voy a mencionar nada sobre el argumento de la película de Juan Antonio Bayona, pues es lo mismo que ya he comentado. Lo que sí puedo decir es que esta adaptación cinematográfica es bastante fiel al contenido de la obra de Vierci. Como podéis imaginar, el film recoge una parte de lo que sucedió y de lo que cuentan los supervivientes porque, a pesar de que tiene un metraje de casi dos horas y media, es imposible recrearlo todo. Aclaro que la película de Bayona no entra en el debate social que se originó cuando el mundo supo que se habían alimentado con carne humana. Esta es una cuestión que en la que sí profundiza Vierci, a través de las declaraciones de los supervivientes. Con lo cual, el cineasta no se recrea en el morbo, no mete el dedo en la herida, sino que la película llega hasta el punto del rescate, sin mostrar lo que sucedió después. Eso no quiere decir que no haya escenas duras y crudas. Por cierto, aprovecho para decir que la duración de la película, a pesar de su longitud, se me hizo hasta corta. Es imposible apartar la mirada de cada secuencia. 

Por otra parte, me parece también un acierto que el director catalán se haya decantado por actores latinos. Muchos han criticado el casting de la película ¡Viven!, con intérpretes norteamericanos, como Ethan Hawke y John Malkovich, que rompían con la identidad de los personajes. Bayona opta actores uruguayos y argentinos. De ellos, el mismo director cuenta que eran actores y actrices con poco recorrido laboral pero, sin duda, han hecho un gran trabajo. Los ves, tan implicados en su papel, tan creíbles, que crees estar viendo a los protagonistas reales. Y, si bien en los diálogos de las primeras secuencias se nos puede escapar alguna expresión, lo cierto es que el oído se amolda fácilmente al acento y no tendremos ningún problema de comprensión.

A su vez, acierta también el director al recurrir a una voz en off, encargada de narrar los hechos. Se trata de la voz de Numa Turcatti, un joven de 24 años, que subió al Fairchild uruguayo aquel 12 de octubre animado por su amigo Pancho Delgado. Y es que Turcatti no era miembro del equipo de rugby. Era un estudiante de Derecho que quería viajar con su amigo y disfrutar de unos días en Chile. Él, con su voz, irá ampliando, desde un punto de vista objetivo, lo que va ocurriendo y cómo se sentían sus compañeros. Y digo que me parece un acierto porque Numa Turcatti fue el último de los supervivientes que falleció poco antes del rescate. Que Bayona haya elegido la voz de un fallecido para contar la historia, y no la de un superviviente, me parece un precioso homenaje a los que perdieron la vida en las montañas. La voz de Turcatti, tan cálida y grave, nos acompañará incluso tras su muerte, como si el joven pudiera seguir siendo testigo de lo sucedido desde otro plano.

Bayona tiene muy presente la lista de fallecidos en esta película. No quiere que esos hombres y mujeres sean un número más o una cifra que quedará en el olvido. Para ello, recurre a la sobreimpresión. Cada vez que se ve la imagen de uno de los pasajeros o de los miembros de la tripulación fallecidos en alguna secuencia, asoma sobre la imagen el nombre y la edad del fallecido. Me conmovió el gesto y desde aquí lo aplaudo. 

Hay detalles que quedan mucho mejor explicados en la película que en el libro, por aquello del formato audiovisual. Por ejemplo, y para que el espectador entienda cómo debió ser el vuelo y cómo se produjo el accidente, uno de los personajes, el que encarna al mecánico del avión -Carlos Roque-, también fallecido días después del accidente, explica la trayectoria del vuelo de forma sencilla. Y así nos queda mucho más claro el error que cometió el piloto.

En la parte técnica, habría que mencionar las labores de dirección y fotografía. En algún momento, la cámara nos muestra una imagen deformada, poco nítida, que conecta con el punto de desorientación y casi locura que alcanzan los personajes. El largometraje se inicia con unas impactantes imágenes de un manto nevado. Son fotogramas que nos irán acompañando a lo largo de todo el rodaje, con escenas panorámicas que vienen a demostrar la pequeñez del ser humano frente a la grandiosidad de las montañas. Pero, lo que más te sobrecogerá serán las escenas del accidente.¿Cómo se rodaron? Es absolutamente brutal. Bayona lo explica aquí,  en la cuenta de Instagram @filmbayona, que contiene tanto material interesante. Hay muchas secuencias que te dejan totalmente impactados, clavados en el sofá de nuestra casa, y que están tan bien rodadas que la angustia de los personajes traspasa la pantalla.

La labor de maquillaje, caracterización, vestuario,... también aporta su granito de arena. Los rostros quemados por el sol, los labios agrietados por el frío, las pestañas sobre las que se posan copos de nieve,... Por no hablar de la banda sonora,  a cargo de  Michael Giacchino, sobrecoge, emociona, arrulla, inquieta,...  Me parece un buen acompañamiento.

Como anécdota, os diré que algunos de los protagonistas reales de este relato hacen algún cameo en la película. Roberto Canessa aparece en las escenas finales, interpretando a un médico. Daniel Fernández Strauch en uno de los fieles que asisten a misa, una escena que tiene lugar al principio de la película. Habrá otros más pero el más evidente es el de Nando Parrado, al que podemos ver en el aeropuerto, cuando los jóvenes se disponen a coger el avión y el de Carlos Páez, que interpreta a su propio padre, Carlos Páez Vilaró. 



En definitiva, bajo mi punto de vista, La sociedad de la nieve, con trece nominaciones a los Goya -Mejor Película, Mejor Dirección, Mejores Efectos Especiales,...-, y con los Oscars en el horizonte, es una gran película. La he visto dos veces. La segunda casi lo paso peor que la primera. Eso sí, en ambas, Bayona me robó alguna lágrima final con el desenlace. 

Como dije antes, el libro de Pablo Vierci puede ser un buen complemento para la película, antes o después de su visionado. No te pierdas ni una cosa ni la otra. 

Cierro este post doble con una cita del libro que me parece el mejor broche a todo lo dicho.


«Nadie sabe lo que fue vivir los setenta y dos días en aquel túnel helado. Los únicos que lo sabemos somos nosotros y esa vivencia morirá con nosotros. Por más libros que se escriban y películas que se filmen, es difícil transmitir todas las dimensiones de la experiencia. Y fue demasiado tiempo. Algo que hice durante muchos años, cuando llegaban los 13 de octubre, era marcar la agenda y recordar el día a día para percibir claramente lo largo que era llegar hasta el 23 de diciembre. Cuando pasaba un día después del 13 de octubre me decía: hoy sería un día más en la montaña y el 14 repetía: hoy sería un día más, y el 15 sería otro día. Es una enormidad de tiempo para vivir en una constante incertidumbre, que fue peor que la sed, peor que el hambre, peor que el miedo». [Roy Harley; pág. 248-249]



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