A Pedro Simón lo conocí el año pasado, cuando ganó el Premio Primavera de Novela, convocado por Espasa, con su novela Los ingratos. La pasada edición fue un tanto especial porque, al celebrarse los veinticinco años del premio, se falló también el premio «25 Primaveras», recayendo el galardón en Dimas Prychyslyy por No hay gacelas en Finlandia. Puedes leer la conversación que mantuve con los dos autores aquí.
A poco que te muevas por los distintos blogs y webs literarias sabrás que Los ingratos ha sido una novela que ha obtenido muy buenas críticas, y de la que los lectores han hablado maravillas. No la he leído aún, pero sí he podido leer Los incomprendidos, segunda publicación de este periodista, que me ha dejado totalmente impactada. De mi opinión sobre la novela os hablaré más pronto que tarde.
Hace unas semanas, Pedro Simón estuvo en Sevilla. Estuvimos conversando sobre esta novela, los hijos (él tiene dos; yo no tengo ninguno), las relaciones familiares, la adolescencia y toda esa temática que se desprende de la lectura. Fue una conversación en la que el autor dijo frases que bien servirían para tatuarlas en nuestra piel, para apuntarlas en la agenda, para subirla al estado o compartirla por redes sociales. Os dejo con nuestra charla.
Pedro S.- Claro, cómo llegan los ingratos a ser los incomprendidos, ¿verdad? Se transforman con el paso del tiempo. De todos modos, los ingratos y los incomprendidos funcionan en la misma sintonía de onda, cuando ya empezamos a tener una edad.
He querido contar una historia que viene destilada de muchas sobremesas, con amigos, en la que siempre acabamos hablando de los hijos. Tú, aunque no tengas hijos, lo habrás visto.
M.G.- Tengo muchos amigos con hijos.
P.S.- Claro, todos te darán la turra con los hijos. Y cuando son hijos en la edad adolescente siempre hablamos con más frustración, con más pasión, pero también con más incomprensión.
En esta familia, de clase media, acomodada, hay dos hijos y todo va bien hasta que sucede una cosa concreta. Creo que la novela habla sobre muchas cosas, sobre lo que ocupan los silencios, lo que ocupan las cosas que no decimos, cómo las cosas no dichas pero hechas funcionan como una enredadera en la que, poco a poco, se va metiendo en un muro y amenaza con derribar la pared de una familia. Es una novela que habla de la culpa, de la familia y de los celos infantiles y para mí también habla de la gestión del dolor, de cómo gestionamos el dolor y el trauma. Esta familia lo gestiona fatal porque han dejado que los silencios lo ocupen todo. Y luego te das cuenta de que, cuando hablas, los fantasmas se van. El exorcismo tiene lugar. Sin embargo, en casi todos los ecosistemas familiares cuesta hablar mucho por miedo a hacer daño al otro, por no sacar tus fantasmas a airearse. Nos cuesta hablar porque casi siempre todo tiene que ver con lo afectivo y eso nos remueve mucho. Preferimos ese silencio un poco tramposo y un poco tóxico que, desde mi punto de vista, es el principal problema de esta familia, como el de muchas otras.
M.G.- Silencio hay en todas las familias. Incluso cuando no se tienen hijos. A veces las parejas no hablan por no remover la mierda, que se dice vulgarmente. Prefiero callar y estar tranquilo a hablar y que acabemos en bronca.
P.S.- Sí, el silencio como punto final, como síntoma de algo malo, porque cuando el silencio se instala así en una familia significa una derrota.
Vivimos en una era en la que nunca nos hemos comunicado tanto pero nos hemos dicho tan poco. Decir y hablar tiene que ver con hondura, y estamos en lo rápido y en lo urgente. Pocas veces estamos en lo hondo porque eso tiene que ver con desnudarse y con mostrar tus heridas, y con destilarlas con el otro. Esos procesos que tienen que ver más con lo analógico se van difuminando. La trampa es que nos dicen que estamos muy comunicados y que podemos hablar constantemente, pero...
M.G.- De lo importante no se habla.
P.S.- No, de lo importante no se habla. Al revés, todo conspira para que no se hable de lo importante, la familia.
M.G.- Ya. Bueno, en esta novela hay padres incomprendidos, hijos incomprendidos. Lo que me gusta de esta novela es que se ofrecen dos caras de una misma moneda. Y además es un juego interesante porque el lector se puede sentir identificado como padre o madre, pero también como el adolescente que fue.
P.S.- Sí, quizá por mi formación periodística, sé que la realidad es poliédrica. Hay muchos balcones desde los que ver la realidad. No era muy complicado ponerme en la voz del padre. Soy un tipo que tengo la edad del protagonista, con dos hijos igual que él, aunque los míos sean varones y en su caso no sea así. Pero también quería darle voz a la adolescente, con esa especie de monólogo interior, porque siempre tendemos a prejuzgar a los adolescentes y siempre tendemos a decir que están empanados, que no se enteran de nada, que son unos desagradecidos,... Pero yo quería contar a través de Inés que, detrás de ese mutismo y ese monosílabo, ella también siente, que también le gustaría saber ser cariñosa pero no sabe cómo, que necesita afecto pero no sabe cómo pedirlo, que arrastra una culpa. Creo que es importante mostrar todo eso porque la literatura tiene que tender puentes y quitar etiquetas.
M.G.- Y aunque tengas hijos, ¿te ha costado trabajo meterte en el papel de Inés?
P.S.- Haciendo reportajes he estado muchas veces con muchos adolescentes. También he hablado con muchos psicólogos para elaborar el perfil psicológico de la chica. Tengo dos hijos adolescentes y yo mismo he sido adolescente. No se me olvidan cosas, como esa necesidad de hablar aunque no sabía cómo hacerlo. No se me olvida que yo también me sentía mal porque mis padres pensaran que era el tío más feliz del mundo. Es lo que dice Inés, la adolescencia puede ser un infierno, basta con el cielo de los otros. Basta con que veas que a los otros les va divinamente, que tengan más amigos que tú en Instagram para que pienses que tu adolescencia es una mierda.
La mirada sobre el otro que tienen los adolescentes me parece muy tormentosa. Los que tenemos una edad podemos manejar esa mirada, el ver que al otro le va mucho mejor que a ti, pero una chica o un chaval que está en formación, que le caiga encima esa demanda tan brutal de pureza y perfección me parece complicado. Y en esta familia, donde además hay dos traumas importantes que el lector irá descubriendo, manejar el dolor cuando todo el mundo te está demandando felicidad y éxito es complicado. Creo que, sin lugar a dudas, es más complicado ser adolescente hoy que en nuestra época.
M.G.- De la lectura de tu novela, me ha calado mucho más el mensaje de Inés. Es verdad que padres y madres sufren. Ellos intentan entender a sus hijos y los hijos, a su vez, intentan hacerse entender por los padres, pero los padres tienen un bagaje, una experiencia, una madurez que no tienen los hijos. Estos andan perdidos. Esa parte de Inés es la que más tristeza me ha producido porque está totalmente desorientada, pasando por una etapa muy complicada, de la que solemos pensar que solo tienen tonterías en la cabeza pero, realmente, lo pasan mal. Me ha impactado la parte de Inés más que la del padre, y mira que la del padre es también muy complicada.
P.S.- La adolescencia es ese monstruo que devora a tu hijo y luego te lo devuelve o no. Hay mucha verdad en esta frase. Creo que, casi siempre, te lo devuelve pero todos estamos cansados de ver historias de chavales que se han perdido o que han acabado en lugares peligrosos. Hay un momento fundacional en la que el hijo suelta la mano del padre o de la madre, yendo al colegio, y en la despedida no quiere beso porque les da vergüenza. Ahí se meten en un túnel de lavado que dura años y los chavales salen transformados. En ese periodo, la familia está muy pendiente de lo que pasa, porque eso lo cambia todo. Los que tenemos hijos, nos lo jugamos todo a una carta. A ti te puede ir muy bien en la vida, profesionalmente o afectivamente, pero si a tu hijo no lo has colocado en un lugar de felicidad te vas a considerar un fracasado. Y al revés, si tu vida es una mierda, si te va de pena, pero a tu hijo lo has colocado en un espacio seguro en el que se siente alegre y pleno, entonces vas a considerar que tu vida ha tenido sentido. Y eso es una maravillosa putada porque tú estás poniendo todos los huevos en la cesta del otro.
Esta familia de clase media, a los que les va bien, tiene mucho miedo. Consideran que puede haber un fracaso por lo que se está cociendo en casa, por esa gestión del trauma, por los silencios, por la culpa, que lo va, poco a poco, ocupando todo. Por eso hay incomprensiones mutuas. Los dos, el padre y la hija, saben que tienen que sentarse a hablar. Los dos saben que tienen que destilar su culpa, que tienen que arreglar los problemas pero no saben cómo hacerlo porque nos da vergüenza mostrar nuestros afectos, mostrar nuestras debilidades y nuestra fragilidad.
M.G.- Esta familia es una familia humilde y sencilla que, inicialmente reside en un barrio de la periferia de Madrid pero que prospera y se mudan a un barrio residencial. Esa mudanza implica también cambios en las relaciones familiares porque se amplían los espacios en los que conviven pero también se agrandan las distancias entre ellos. Eso da que pensar.
P.S.- El padre dice que lo malo de tener una casa más grande es que tocas a más metros pero a menos gente. Esto pasa muchas veces. Al final, el éxito consiste en ser feliz, en que te acuestes tranquilo y no que vivas en una casa más grande. Por cierto, qué mala prensa tiene la felicidad y qué buena prensa tiene lo maldito. Qué buena literatura tiene el malditismo y qué mala literatura tiene la felicidad. Es como cuando vemos a alguien sonriendo por la calle. Nunca pensamos que es alguien feliz sino más bien un idiota. Me parece una barbaridad. No sé si todas las personas inteligentes son felices pero sí creo que lo inteligente es ser feliz. La gente piensa que si eres inteligente solo puedes estar triste y abatido porque el mundo está fatal. No, no te compro eso. Si eres inteligente tienes que ser feliz porque solo vas a vivir una vez. Ese es uno de los mensajes del libro.
M.G.- Pero esta novela tiene un inicio un poco tenebroso. Como todavía no lo he terminado, quería preguntarte si, al final, hay luz, si hay esperanza.
P.S.- Sí, creo que sí. El tiempo es ese monstruo con trastorno obsesivo compulsivo que lo pone todo en su sitio. Me gusta que los libros acaben con luz. Entre otras cosas porque creo que la realidad, o la actualidad, es bastante cabrona, áspera y tóxica, como para que la narrativa no tenga puntos de anclaje, para que no funcione como un respiradero o una ventana abierta.
Un periodista tiene que escribir contra el lector, porque lo tiene que sacar de lo quiere escuchar. Le tenemos que decir que ni unos son tan buenos ni los otros tan malos. Esa es la labor del periodista. Pero la labor del escritor es casi la contraria. Es coger a alguien de la mano, sacarlo del incendio, y llevarlo a un lugar donde respire.
M.G.- En esta novela hay frases tremendas. Si un padre o una madre lee los párrafos de la página 62 y 63, donde Inés dice que si su padre y su madre supieran lo que los jóvenes hacen con dieciséis años, se deben de acojonar con lo que cuenta Inés.
P.S.- Sí, claro. Pero todos hemos hecho cosas que a nuestros padres les daba un miedo feroz. Para crecer hay que romper el cascarón. Creo que hay varios partos en la vida. Uno, cuando te dan a luz. El otro tiene que ver con la adolescencia. Ese es el segundo gran parto. Cada generación tiene derecho a sus propios errores. Yo sé cuáles fueron los de la mía. Ahora, los errores de la generación actual van a tener mucho que ver con la incomunicación y con los silencios.
M.G.- Javier, el padre protagonista dice en un momento dado que no es que él tenga mala relación con su hija. El problema está en que no tiene ninguna relación. Y también encontramos, por lo que se desprende de la lectura, y por lo que oigo en mi entorno, que los hijos parecen que les están perdonando la vida a los padres constantemente. Desde mi posición de no-madre, ¿qué se está haciendo mal? Es que los padres ofrecen la mano a sus hijos pero estos toman el brazo entero y los padres lo consienten.
P.S.- Aquí te respondería el mismo Javier. Te diría aquello de que somos aquella generación que dejábamos el mejor sitio de la mesa para el padre, y ahora lo dejamos para el hijo. Ese es parte del problema fundacional de nuestra generación.
De todos modos, creo que siempre ha habido silencios intergeneracionales, entre los padres y los hijos. En nuestra adolescencia, tampoco hablábamos mucho con nuestros padres, pero era un silencio que tenía que ver con lo humano. Nuestros padres venían de un mundo recio, austero, anclado en el medio rural, con cuarenta años de dictadura, bastante tenían con llenar la nevera y desconocían lo de la pedagogía de los afectos. Nadie les había enseñado esto. En cambio, nosotros conocemos la pedagogía de los afectos, nos han hablado de la inteligencia emocional, tenemos libros de auto-ayuda, nos han educado respetando la diversidad,... pero ese silencio sigue estando ahí. Y ese silencio, con los hijos adolescentes, tiene que ver, para mí, más que con lo humano con lo tecnológico. Tú estás al lado de tu adolescente pero él está a kilómetros de distancia. Eso es lo que me da pavor.
M.G.- Frases como «Ojalá mi padre hubiera muerto en ese avión». «Ojalá no hubiéramos tenido este hijo». Son frases que se dicen en un arrebato, en un calentón. Pero a mí siempre me queda la duda si esos padres sienten una pizca de arrepentimiento, pero nunca lo van a verbalizar.
P.S.- Quien te diga que no, miente. Por supuesto que muchas veces te arrepientes de haber tenido hijos. A veces los querrías matar. Igual que hay veces que ellos te querrían matar a ti. Pero bueno, aquí estamos. Y estamos vivos. Lo importante es lo que digo en la dedicatoria, para todos aquellos que, a pesar de todo, se levantan cada mañana y lo vuelven a intentar. Educar va de esto. El que se cansa educando, pierde. Lo que los adolescentes necesitan, a pesar de que no quieran hablar, es que tú hables con ellos. A pesar de que no quieran tu ternura, tienes que seguir dándoles cariño, y pasándoles la mano por el hombro. A pesar de que no quieran reglas, tienes que ponerles normas feroces. Cuando un padre tira la toalla, ha perdido. Te hablo de las cosas más pedestres, como hacer la cama. Como digas que vas a hacer la cama porque vas a tardar menos que si se lo pides a tu hijo, pierdes porque resulta que vas a hacer la cama todos los putos días de tu vida. En cuanto a lo importante, a ese voy a seguir dando con el pico a este muro que no acabo de romper, como tires el pico por cansancio, has perdido para siempre. Ese muro termina por caer si sigues dando con el pico. Lo tengo claro.
M.G.- A pesar de escuchar constantemente «quépesadoeres», como se dice en la novela.
P.S.- Claro. A pesar de ese «quépesadoeres». Sí, es así. Creo que soy un padre razonablemente pesado.
M.G.- ¿Alguna vez le has preguntado a tus hijos qué clase de padre eres?
P.S.- No, no, no se me ocurría. Ellos ya se encargan de decírmelo sin que se lo pregunte. (Ríe). No me ponen muy buena nota. Pero, una vez alguien de mi trabajo me dijo una cosa interesante. Yo, antes de tener hijos, estaba un poco asustado por esa idea de exigencia y perfección. Tú, que no tienes hijos, seguro que alguna vez te has preguntado cómo la gente se atreve a tenerlos, con lo complicado que es. Yo estaba acojonado pero, un día, una compañera que tiene cuatro hijas me dijo que mis hijos me tendrán que querer con mis errores, igual que yo quise a mis padres con los suyos. Es una obviedad pero a mí aquello me relajó mucho. Yo quiero a mis padres imperfectos y aspiro a que mis hijos me quieran con mis errores, y con mis salidas de tono, y con mis pesadeces.
M.G.- Con los años, uno termina por recordar las virtudes de los padres y por reírse de sus defectos.
P.S.- Claro.
M.G.- Y antes de iniciar la entrevista hablábamos de la tía Clara, un personaje importante en esta novela. ¿Qué hay entre sobrinos y tíos para que exista esa conexión tan especial como vemos en el libro?
P.S.- ¿Y tú me lo preguntas?
M.G.- Y yo te lo pregunto. (Risas)
P.S.- Mira, creo que una tía o un tío que no tiene hijos, pero tiene sobrinos, es el mayor regalo que puede tener un adolescente. Es como una madre o un padre, pero sin lo malo de una madre o un padre. Son gente que hablan sin filtro a los adolescentes y a los padres de estos, si hay confianza. Es gente muy generosa, que comparte su tiempo con ellos, que está muy pendiente de sus afectos. Uno no envejece tanto porque cumpla muchos años sino cuando no deja que lo aplaste el dolor. Y la tía Clara, que no tiene hijos, es el personaje más libérrimo porque, aunque ella tenga su dolor, no ha dejado que la aplaste. Es fácil conocer a tíos de treinta años que parecen muy viejos, porque su mierda la ha gestionado mal, y a gente de setenta y cinco u ochenta años que parecen jóvenes porque su mierda la han gestionado bien. Pues estos tíos, si tienen ese punto de luz, de gestionar bien, como le pasa a la tía Clara, me parece de las personas más importantes que pueda tener un adolescente. He tenido tíos con hijos y tíos sin hijos. Mis tíos sin hijos son inolvidables. Mis tíos con hijos son otra cosa. El tío Paco y la tía Clara de la novela son dos personajes inspirados en familiares míos.
M.G.- Oh...
Bueno, ahora quiero pronunciar una palabra pero no sé si debo. Si no debo, tú me dices que la borre.
P.S.- No pasa nada.
M.G.- Quiero hablar de la palabra adopción. ¿Podemos hablar de ello?
P.S.- Bueno, vamos a contar algo de la novela pero si tú quieres, hablamos.
M.G.- De esas adopciones que son un riesgo.
P.S.- Sí. No sé qué contestarte. Nadie me ha preguntado esto porque, como sale en el capítulo cuatro de la novela... Las adopciones son un riesgo. Tener hijos es un riesgo. Lo que te cambia la vida es tener hijos. Te cambia mucho más la vida tener un hijo que tener dos. Y también creo que todos los niños son adoptados. Incluso los biológicos. En realidad, los hijos no son tuyos. Son de la calle, son de la sociedad, de sus amigos, de sus abuelos, de sus compañeros de clase, de su tía, del barrio en el que viven.
Para el tema de la adopción he hecho una labor de documentación importante, hablando con expertos, con técnicos, que llevan estos temas. Para mi alivio, padres que están en este proceso y que tienen hijos adoptados me han dicho que les ha gustado mucho la novela y se han visto reflejados.
M.G.- Hablemos ahora del proceso de escritura de la novela. Se va alternando la voz de Javier y la de Inés, pero dentro del mismo capítulo no hay una narración continua. Vas dando saltos, como haciendo flash en escenas concretas.
P.S.- Me salió así de la tripa, como si estuviese mirando un álbum de fotos y recordase cosas. De hecho, hay saltos hacia delante y hacia atrás. A veces se habla de la adolescencia del padre y al momento de la adolescencia de la hija. Esto tiene que ver con una escritura automática, de alguien que está meditando sobre su hija, por eso hay pensamientos que van y vienen. La estructura de esta novela es más compleja que la de Los ingratos. Es menos lineal. Además, en esta hay una novela dentro de la propia novela.
Escribo sobre cosas que tienen que ver con lo visceral, con lo emocional, con los sentimientos, la familia. Pero este libro no tiene nada que ver con el anterior. Creo que en la familia está todo porque es como una especie de terrario, donde hay una serie de animalillos. Hay la misma temperatura y la misma humedad para todos, pero cada animalillo se comporta de un modo diferente. En la familia está el odio, la soledad, el amor, la culpa, el olvido, los celos,... Está todo ahí. Me apetecía escribir sobre todo esto. Estuve escribiendo en muchos pueblos de Zamora y Guadalajara.
M.G.- Aislado.
P.S.- Sí y no lo he pasado nada bien escribiendo. Creo que lo he pasado peor con esta novela que con Los ingratos. Las dos tienen un pulso muy sentimental pero esta me ha costado más, porque la otra la veía por el retrovisor, pero esta tiene que ver con mi día a día, con mi relación de pareja, con mis hijos. No han sido los mejores meses de mi vida.
M.G.- Antes te decía que la parte de Inés me ha impactado mucho pero también hay que reconocer que Javier hace un ejercicio de desnudez, de despojarse de todo en la novela. Le escribe como un carta a su hija, a la que se entrega, sin artificio.
P.S.- Pues por eso te digo que no lo he pasado bien escribiendo. Escribir tiene que ver con desnudarte. Lo que decíamos antes, hablar de tu culpa, de tu miedo,... Javier es un tipo que necesita hablar. En esta familia, todos necesitan hablar y no lo hacen. Por eso, todos terminan en terapia. Cuando no hablamos viene la metástasis y se te lleva por delante. La psicóloga le pide al padre que le escriba a la hija todo lo que no se atreve a decirle. En esa carta hay un desgarro. Muchos padres que han leído la novela me han dicho que han tenido que cerrar el libro varias veces porque les tocaba muy de cerca. Se pasa muy mal con los hijos. Es con lo que peor se pasa. No hay nada peor que fracasar con un hijo. Por eso el padre está tan cagado de miedo.
M.G.- Ya. Y como última pregunta, ¿esta novela te ha servido para acercarte a tus hijos o para pulir la relación con ellos?
P.S.- No era la intención. Ni siquiera aspiro a que mis hijos me lean. Quiero que mis hijos lean. A secas. Y también aspiro a que escriban. Me refiero a dirigirse al otro, a que lo escuchen, a que se pongan en la piel del otro. Un libro es un manojo de llaves que te sirve para abrir muchas puertas. Quiero que mis hijos cojan el llavero. Es lo que quiero.
M.G.- A ver si lo consigues.
P.S.- Ahí estamos. O no haber tenido hijos, que diría el otro, ¿no? (Se ríe)
M.G.- Allá tú. (Risas). Bueno, pues lo dejamos aquí. Un placer hablar contigo, Pedro. Me encanta volverte a ver.
P.S.- Fenomenal. Muchas gracias.
"La adolescencia puede ser un infierno. Basta con el cielo de los otros. Es suficiente con que te los imagines más felices y más guapos que tú y sin el nudo que sientes dentro", dice Inés, la hija.
Javier y Celia son un matrimonio de clase media con un hijo pequeño y una hija preadolescente. Él trabaja en una editorial y ella en un hospital; él arregla vidas de mentira y ella arregla vidas de verdad. Tratan de prosperar, se mudan a un barrio mejor, la cotidianidad. Podría ser la historia de muchos. Hasta que tiene lugar una excursión a Pirineos que lo cambia absolutamente todo.
Esta es la historia de un viaje al abismo que habla de otros muchos viajes. El viaje de la infancia a la convulsa adolescencia. El que va de la algarabía infantil al silencio más sepulcral. El de los padres que caminan detrás con su culpa y llegan tarde. El de los abuelos que fueron delante y a los que nadie escucha. El que hace alguien para salvar una vida. También es la historia de ese otro viaje al que todos tenemos miedo: el que habla de nuestro pasado más oscuro y secreto.
Los incomprendidos es una novela sobre la soledad familiar, la incomunicación entre padres e hijos, el horror de decir, pero también, y desde la primera página, sobre la esperanza.